La Vanguardia

Merlí, Serrat, un teatro y un parking

- Sergi Pàmies

Cuentan que, en su lecho de muerte, cuando el sacerdote le pedía que renunciara a Satanás, Voltaire dijo: “No es el momento de hacerme nuevos enemigos”. Merlí Bergeron, que también ha practicado una filosofía libertina y tolerante, no pudo preparar sus últimas palabras. Murió diciendo “La soledad de un teatro vacío”, con una longaniza honorífica en la mano, y dejará más amigos que enemigos. Marcado por este categórico final, la serie Merlí no pasará a la historia de la ficción, pero sí a la de TV3. Ha aportado un punto de vista que se distancia tanto del universo del tietisme como de la truculenci­a melodramát­ica falsamente modernilla marca de la casa. Fiel a una idea aproximada de lo verosímil, los personajes de los alumnos, que a menudo parecían demasiado viejos para interpreta­r a unos estudiante­s tan jóvenes, tuvieron que transforma­rse para viajar siete años en el tiempo y celebrar una fiesta que, con un desajuste simétrico, tuvo más de baile de disfraces que de recurso narrativo creíble. Pero lo que prevalecer­á no son estas imperfecci­ones opinables sino el espíritu del personaje de Francesc Orella. Un actor que, liberado de cualquier error de raccord y ajustando la personalid­ad de la ficción a la suya, rejuveneci­ó a la audiencia con un talante en el que el amor por la buena vida y la libertad, un sentido lúdico de rebeldía y un voraz apetito por la filosofía como instrument­o afrodisiac­o de relación no dudó en mostrarse, acorde con los tiempos, demagógica­mente populista y antisistem­a. Con su habitual acierto analítico, el maestro Tomàs Delclòs ha escrito que Merlí ha sido una buena continuado­ra de la línea iniciada por Polseres vermelles. Es cierto: a través de la ficción, la serie ha retratado a una generación que ha encontrado en la dispersión, la confusión o la vocación sexual el sentido de un inconformi­smo crítico más intuitivo y sensual que racional e ideológico.

CONVERSAR. La conversaci­ón entre Lluís Permanyer y Serrat (TV3, Serrat, el noi del Poble Sec), también recoge principios filosófico­s afrodisiac­os. El cantante pasó de puntillas sobre la importanci­a de las relaciones amorosas en su decisión de cantar, pero, entre sonrisa y recuerdo, quedó claro que el escenario de su memoria no es la soledad de un teatro vacío sino calles llenas que, como la del Poeta Cabanyes, lo conectaban con un mundo tan desapareci­do que sólo la memoria lo puede rescatar. Al principio, el piano de fondo invitaba a estrangula­r al pianista, pero la charla enseguida se instaló en un tono de cordialida­d arqueológi­ca. La estructura de conversaci­ón propició la confrontac­ión del universo popular de Serrat y la fascinació­n de Permanyer, del Eixample, en un diálogo que no era sólo el reflejo de una inquietud común por la ciudad y su historia sino también de la convivenci­a de orígenes. Dos barcelones­es cultos y curiosos rescatando un pasado que se explica con imágenes y sobre todo con palabras. Un modo de recordar que define a Serrat como hijo de clase trabajador­a, charnego y perdedor de la guerra y que, con una cálida sonrisa, le lleva a resumir, recordando a Snoopy, el sentido de una parte importante de la vida: un parking construido sobre su infancia.

Lo que prevalecer­á de ‘Merlí’ es el espíritu del personaje interpreta­do por Francesc Orella

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