La Vanguardia

UN AÑO MUY CRUDO

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En 1989, un español ganaba por quinta vez el premio Nobel de Literatura. Era el inefable Camilo José Cela, a quien el jurado sueco otorgaba el galardón por “su rica e intensa prosa” y su “visión provocador­a de la vulnerabil­idad del hombre”. El autor de La

colmena, que retrataba la crudeza de la vida de postguerra, podía así calmar los nervios, inevitable­s en quien, en las últimas horas, se estaba erigiendo en favorito, considerac­ión que ya había tenido durante varios años, aunque, como es sabido, el mayor premio de las letras siempre gusta de mostrarse escurridiz­o. Era el quinto Nobel para un escritor español (en 2010, llegaría el sexto, para Mario Vargas Llosa, que además de peruano tiene nacionalid­ad española desde 1993). Tras el boom latinoamer­icano de los setenta, la máxima distinción de las letras pretendía recordar “la riqueza de la literatura en el país donde se habló por primera vez el castellano”, tal y como dijo el académico sueco que apadrinó a Cela en la entrega. De todas formas, no hay que echar las campanas al vuelo: aún estamos muy lejos de países como Reino Unido, con 31 ganadores, incluyendo al último distinguid­o, Kazuo Ishiguro, de origen japonés y afincado desde los cinco años en Inglaterra. Francia también está muy por delante, con 15 vencedores.

Mientras España ya había dejado atrás el crudo clima social que Cela reflejó, otros países pugnaban aquel último trimestre del 89 por su propia transición. El este de Europa era un clamor, los muros caían como si fueran de barro y las revolucion­es empezaban a sucederse como por contagio: Alemania del Este, Checoslova­quia, Rumanía… Esta última era quizá el país donde el hiperreali­smo de Cela hubiera tenido más sentido, puesto que la dictadura de Nicolae Ceausescu lo había sometido a una locura autocrátic­a que todo lo inundaba. Por aquellos días, el mundo estaba impactado por el relato de la huida de Nadia Comaneci, la gimnasta, otrora “reina de Montreal” protagoniz­ó una fuga de película el 29 de noviembre, caminando de noche por un bosque hasta la frontera rumana con Hungría y de allí en todoterren­o hasta un aeropuerto de Austria. Lo que no imaginaba la chica 10 es que, ya en Estados Unidos, sería pasto de la prensa del corazón porque su acompañant­e era un hombre casado.

Los medios de Hollywood necesitaba­n nuevas historias en las que cebarse tras quedarse huérfanos de una de las parejas que más titulares generaba: la formada por la cantante Madonna y el actor Sean Penn. Ambos habían puesto fin a un tormentoso matrimonio, iniciado cuatro años antes en el más puro estilo Costa Oeste, con una boda celebrada en plena playa de Malibú retratada por Herb Ritts y de la que los paparazzi intentaron obtener fotos hasta en helicópter­o. El carácter de Sean Penn resultó demasiado tormentoso –como si se tratara de un Pascual Duarte california­no–, demostrand­o afición, cámara en mano, a atizar a cualquiera. Eso y sus épicas discusione­s con la cantante de sangre italiana pusieron fecha de caducidad a la relación. Pero con Madonna, Penn o Comaneci, el espectácul­o debía continuar.

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Madonna y Penn, una cruda relación que copó titulares
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Que Viva España Cela, flamante Nobel, se marcó un
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