La Vanguardia

La edad equivocada

- Llucia Ramis

El nuevo presidente del Parlament, Roger Torrent, inició su discurso refiriéndo­se a esa juventud que le atribuyen. Tiene treinta y ocho años. Felipe González tenía cuarenta cuando empezó a presidir España. Los padres de la Constituci­ón la redactaron con unos treinta y siete. ¿Hasta cuándo se es joven en el siglo XXI? ¿Por qué debería de ser un valor o un hándicap?

Siempre he tenido la impresión de haber nacido en el momento equivocado. Demasiado tarde para ganar dinero o prestigio con mi trabajo (que llegó a dar mucho), demasiado pronto para aprovechar las ayudas de Zapatero: no pude beneficiar­me de los descuentos en el alquiler por pocos meses. Existe un recelo laboral entre jóvenes y los que ya no se consideran así, sin que se sepa en qué punto exacto uno pasa a ser viejo. El que acaba la carrera teme el techo laboral de quienes llevan años ocupando un lugar que no están dispuestos a dejar. Y el que está ahí desde siempre sabe que el nuevo no tiene ni idea, y no permitirá que le quite el puesto. Los departamen­tos universita­rios se llenan de profesores eméritos, muy queridos por compañeros y alumnos, pero que a menudo entorpecen el sistema.

Formo parte de una generación desorienta­da, a la que tratan con desprecio similar al de otras minorías

Celia Villalobos ha dicho que podría trabajar hasta los ochenta años, y que los cuarentone­s deberíamos empezar a ahorrar para la jubilación. Dejemos al margen su descarada campaña a favor del plan de pensiones privado. Lo que trasmite la diputada reina del Candy crush es que mi generación no merece los mismos derechos que la suya. Ella puede elegir cuándo se retira, mientras que nosotros tenemos que buscarnos la vida desde ahora mismo, aunque ya estemos pagando impuestos para nuestros mayores, ella incluida. En ningún caso plantea que si no sufriéramo­s la tasa de paro juvenil más alta de Europa, por detrás de Grecia, la situación se regularía sola.

Al dividir entre jóvenes y mayores, el presunto joven encarna al eterno becario con contratos precarios, consciente de que, si no los acepta, hay un montón de gente haciendo cola. El presunto joven es inexperto y además culpable por ser incapaz de mantener la sociedad del bienestar que construyer­on sus padres.

Formo parte de una generación desorienta­da, a la que tratan con un desprecio similar con el que se trata a otras minorías. Somos inmigrante­s en la edad adulta, y mendigamos trabajo –da igual si la condicione­s son dignas– porque no ambicionam­os ni siquiera respeto. A diferencia de los jóvenes de verdad, que viven a salto de start-up, querríamos producir algo útil y duradero. Y nos llaman románticos. Antes nos llamaban conformist­as y mimados. Ignoro qué se esperaba de nosotros, pero me temo que hemos acabado siendo musas en excedencia. No inspiramos ni confianza, así que nos justificam­os por esa juventud que nos atribuyen los demás. No nos engañemos. Que ya tenemos una edad como para que la edad sea una excusa.

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