Independentismo de gobierno
El empeño que el independentismo está poniendo en legitimar y dar sentido a su actuación pasada puede acabar comprometiendo su futuro como opción de gobierno para Catalunya. Cuenta con la mayoría suficiente para hacerse con las instituciones de la Generalitat; pero no está igual de claro que sea capaz de administrarlas. Y no sólo por la vigencia del artículo 155. Este es el problema de fondo que aflora con las discrepancias inconfesadas entre Puigdemont y los otros principales actores del soberanismo secesionista. Forma parte de la política la tendencia a justificar lo que se hizo ayer para así argumentar lo que se va a hacer mañana. Admitir equivocaciones o corregir errores se percibe como un rasgo de debilidad inadmisible; de modo que líderes y organizaciones aplican a diario la ley de la no enmienda. A lo sumo se procede con las consabidas fórmulas retóricas de seguro que habremos cometido algún error y otras análogas, con las que cubrir las apariencias morales de la autocrítica, evitando cualquier consecuencia política. En el caso del independentismo, tras el 27 de octubre fueron elocuentes las reflexiones de algunos líderes sobre la carencia de una mayoría social suficiente favorable a la desconexión, sobre los límites de la unilateralidad o sobre la impaciencia que reflejaba su agenda. Tan elocuentes como la fugacidad de tales reflexiones, en un entorno sometido a tantas y tan diversas presiones que se ve incapaz de ir más allá de salvar su honor, preservando la unidad a cualquier precio.
Hasta el 27 de octubre, el independentismo se había propuesto alcanzar la república catalana ya, de inmediato. Después del 21-D el independentismo no parece en condiciones de precisar su calendario; porque ni los más escépticos pueden postergar públicamente la fecha final, ni los más entusiastas aferrarse a un compromiso a corto plazo. Incluso las reclamaciones de la CUP, de implementar la república, resultan evanescentes si las comparamos con los planes que circulaban antes del 27 de octubre. No es una cuestión baladí, porque mientras la inmediatez de la desconexión y la unilateralidad de la independencia estén latentes en el universo secesionista, las posibilidades de que su mayoría parlamentaria pueda sostener un gobierno eficaz se reducen. Y se reducirían incluso si el Ejecutivo central desactivara el 155. Porque las dificultades con que se topa el independentismo para gobernar tienen que ver con la asunción expresa de la legalidad, con los procedimientos judiciales que afectan a algunos de sus dirigentes; pero también con la inestabilidad política que rodea al propio independentismo y con el déficit de credibilidad que ello conlleva en el ámbito económico.
El independentismo está obligado a soltar lastre para convertirse en una opción de gobierno estable; a pesar de los resultados del 21-D, y también por ellos. Porque hasta el propósito de gestar una república catalana requiere más tiempo y más votos que los que maneja el independentismo en su versión unitaria; en su versión emplazada a mostrarse más radical. Otra cosa es que no resulte verosímil –para el propio independentismo– que el tiempo juegue a su favor y le vaya a sumar más adhesiones. Sobre todo porque soltar lastre –judicial, en relación con el Gobierno central y en relación con las otras fuerzas catalanas– supondría el repentino enfriamiento de los ánimos secesionistas; la decepción para mucha gente. Es un precio que, probablemente, el independentismo no podría asumir. Esa es la causa última de las discrepancias en su seno.
La descripción del lastre que arrastra el independentismo es tan ineludible que pone a prueba su cohesión y solvencia a diario. Pone a prueba la existencia misma del independentismo, cuya entereza parece limitarse a la renuncia de cada uno de sus integrantes a explorar vías alternativas junto a las formaciones que se sitúan al otro lado de la brecha. El abismo de separación con el unionismo brinda una sensación de falsa seguridad; de fortaleza inexpugnable. Cuando en realidad se trata de un espacio cercado por las contradicciones propias. Porque son contradicciones propias del independentismo las que lo lastran. Disyuntivas irresolubles, al parecer, entre someterse a la ley o sortearla; entre continuar jugando al gato y al ratón o asegurarse el gobierno de la Generalitat; entre enarbolar la república para cuanto antes o dejarla en suspenso; entre recrear una Catalunya independiente o atenerse a una moratoria explícita. Es la disyuntiva entre un independentismo de gobierno hoy y la promesa de un Estado propio no se sabe para cuándo.
El independentismo está obligado a soltar lastre para convertirse en una opción de gobierno estable