La Vanguardia

Liz O’Riordan

- Carlos Zanón

Ella apareció un día para suplir una baja de maternidad. Era pelirroja y decía que tocaba el violín. De niña, los otros críos la llamaban por el interfono para que bajara a jugar con ellos. Ella se resistía: estaba bien en casa con sus libros y sus fantasías. Se hacía llamar Liz. Tenía apellidos egregios. A pesar de refranes, consejos y axiomas uno acaba enamorándo­se en el lugar donde trabaja. Intercambi­ábamos grabacione­s, enlaces que llevaban a películas, y en una de ellas me envió una, hongkonesa, de amores a ritmo de carrera, encuentros y pérdidas entre un guardia de tráfico y una camarera. Cuando él la iba a buscar, ella ya no estaba ahí y al revés, esos enredos. En la película había una versión en chino de una canción de los Cranberrie­s. Liz hacía miles de fotocopias y se dejaba los originales en la máquina. Yo nunca tomé tanto café en toda mi vida. Decía que tenía sangre irlandesa pero eso lo dice cualquiera a cualquier hora.

Hace unos días, de manera sorpresiva, murió Dolores O’Riordan, la cantante y compositor­a de Cranberrie­s y me he acordado de Liz. Me hubiera gustado tener su teléfono, haberme casado con ella, tener quince hijos y ser asiduo de una taberna irlandesa y pelearme a puñetazos, por la dote, con mi cuñado. Poco a poco se desmenuza tu mundo. No es un desplomars­e de edificios sino un deshacerse a migajas a medida que se van quienes lo hicieron entrañable, acogedor y excitante. Desaparece­s un poco cada vez que desaparece­n los emisores del lenguaje secreto que los otros nunca intercepta­ban. Los códigos, las lenguas minoritari­as, las religiones –es decir, ritos, cafeterías y conjuros–, se extinguen cuando se extinguen quien emite, quien recibe, quien sabe qué esconde letra, momento y música. Yo, por motivos laborales, viajaba aquí y allá. No sé cómo Liz se enteraba en qué hotel me hospedaba pero, al llegar, en recepción, me entregaban un fax. Eran pedazos de Alicia en el País de las Maravillas.

Rebusco por youtube y no quiero que se haya muerto Dolores O’Riordan, a la que ni siquiera seguí con ansia de fan. No quiero que se muera esa persona que fue cómplice entre Liz y yo. En una de sus canciones dice algo tan cursi como que ahora tienes mi corazón: así que no me hagas daño. Tú eres lo que no podía encontrar. El arte popular tiene eso. Te hace un tres en raya a la primera oportunida­d. Liz siempre decía que podía sentir cosas tan fuertes como si fueran sagradas. Le daba por pedir tostadas con aceite que no se terminaba. Una noche bebimos whisky en una plaza y leímos trozos de un libro que pasaba en Irlanda. Como en Bobby Jean, nos gustaban las mismas bandas y la misma ropa. Hay una grabación en directo en una radio de O’Riordan de un temazo de Fleetwood Mac. Dolores seguía emitiendo para nosotros en clave y lenguaje misterioso. Me hubiera encantado enviárselo a Liz. Pero un día dejó de hacer fotocopias mientras yo seguía bebiendo demasiado café.

Los códigos, las lenguas minoritari­as, las religiones se extinguen cuando se extinguen los que emiten y reciben

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