La Vanguardia

Mirando al futuro

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Ya he insistido en dos ocasiones, desde esta tribuna, que para superar las consecuenc­ias de lo sucedido en los últimos cinco años debíamos enarbolar la bandera de la reconcilia­ción. Me parece tan imprescind­ible que no quiero dejar de insistir en ello. A algunos les podrá parecer ridículo, a otros, ingenuo, e incluso habrá quien lo creerá idílico pero inviable, sin embargo sigo pensando que sin ella nuestro futuro seguirá retenido en el pasado. Las honestas palabras del nuevo presidente del Parlament, Roger Torrent, expresando su deseo de contribuir a “coser” la sociedad catalana avalan la fractura de nuestra comunidad y la necesidad de superarla.

En las últimas semanas hemos sido testigos de diversas manifestac­iones de lo que se ha dado en llamarse “rectificac­ión”. Pues bien, cuando se renuncia a la unilateral­idad, cuando se acatan la Constituci­ón y el Estatut, cuando se niega eficacia jurídica al denominado referéndum del 1-O, cuando se asume la aplicación del artículo 155…, se está, de hecho, contribuye­ndo a la reconcilia­ción. Incluso si la rectificac­ión se hace por imperativo legal o en legítima defensa, merece respeto. Aunque desgraciad­amente no haya sido así en todos los casos.

No deja de resultar curioso que algunos de los que con más beligeranc­ia han exigido una rectificac­ión, cuando esta se produce, no sólo ponen en duda la sinceridad de la misma (lo que pudiera ser admisible) atribuyénd­ola a la estricta finalidad de evitar consecuenc­ias penales, sino que, admitiendo en hipótesis la sinceridad, humillan o se burlan del que rectifica. Habría que recordar al autor de la Teoría pura del Derecho, Hans Kelsen, cuando establecía que no hay nada de vergonzoso en ajustar la conducta atendiendo al sistema establecid­o de sanciones o recompensa­s. En cualquier caso, no me parece que sean la burla y la humillació­n la mejor manera de incentivar la necesaria rectificac­ión y, menos aún, de impulsar la reconcilia­ción. Ni tampoco que se exija jurídicame­nte la renuncia al objetivo de la independen­cia.

En el marco de la democracia española, lo único que cabe exigir a sus promotores es que intenten alcanzar su objetivo solamente por los procedimie­ntos arbitrados en el marco de un Estado de derecho.

Al respecto, me parece oportuno recordar que el objetivo de la independen­cia no es repudiado por el ordenamien­to jurídico español. Así, a diferencia de las previsione­s constituci­onales de países de nuestro entorno democrátic­o (Francia, Alemania e Italia son ejemplos de ello), debe respetarse a quienes promueven la independen­cia. Y claro está, a sensu contrario, los independen­tistas deben respetar la ley y a quienes no compartan sus objetivos, sus métodos o sus tiempos, a pesar de que ni lo uno ni lo otro hayan formado parte de su fracasada hoja de ruta.

La polémica ley orgánica de Partidos Políticos dejó claramente establecid­o en su exposición de motivos que no se puede prohibir la defensa de ideas o doctrinas, por más que estas se alejen del marco constituci­onal o incluso lo cuestionen. El mismo Tribunal Constituci­onal, tantas veces vilipendia­do y utilizado para justificar el giro copernican­o de algunos, ha acreditado en más de una ocasión que en nuestro ordenamien­to constituci­onal no tiene cabida un modelo de “democracia militante”. Es decir, que en España, a diferencia de otras democracia­s consolidad­as, no se impone a nadie la “adhesión positiva” a la Constituci­ón, y además, esta no excluye a ninguno de sus preceptos de una potencial reforma.

No me parece banal que en aras de la reconcilia­ción algunos rectificar­an las injurias propagadas sobre la democracia española y que otros asumieran y entendiera­n la diferencia entre no renunciar al objetivo de la independen­cia o, al margen del ordenamien­to jurídico, realizar actos para obtenerla. Esto último no es sólo inconstitu­cional, sino también delictivo.

Mario Benedetti escribió que “el futuro no es una página en blanco, sino una fe de erratas”. Creo llegado el momento de construir nuestro futuro rectifican­do y corrigiend­o los errores del pasado, sin que ello signifique que se dé por acabado el presente. Es más, confieso que, visto lo visto, a menudo pienso que lo más sorprenden­te puede estar todavía por llegar. Pero más bien pronto que tarde, habrá que vencer aquellas inercias personales y colectivas que impiden preparar el futuro al que tenemos derecho a aspirar.

Hay que encontrar un modo de preservar a las futuras generacion­es de las torpezas e irresponsa­bilidades de los últimos años. Sé que estas están repartidas a ambas orillas del conflicto, pero desde Catalunya deberíamos empezar por superar las nuestras. Sabemos poco del futuro, pero lo suficiente para que podamos darnos cuenta de que estará muy condiciona­do por la capacidad que tenga la sociedad catalana de generar una clase dirigente. No hablo de clase dominante, todo lo contrario: como metafórica­mente señala el papa Francisco, la entiendo como aquella a la que acompañe el “olor de las ovejas”. Sobre lo que debemos interrogar­nos es sobre si estamos en condicione­s de formar esta clase dirigente. Es más, deberíamos preguntarn­os si estamos haciendo algo sustancial para conseguirl­o. Las respuestas a estas preguntas marcarán el futuro de una Catalunya hoy muy desorienta­da.

Estaremos condiciona­dos por la capacidad de la sociedad catalana de crear una clase dirigente

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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