La Vanguardia

Si los cuidados paran

- Clara Sanchis Mira

Las cuidadoras profesiona­les a domicilio están hartas. Lo han dicho en el Congreso. Es probable que las cuidadoras familiares gratuitas también lo estén. Pero si las primeras resultan invisibles, de las segundas ni hablamos; hay madres, tías, hermanas, que forman parte de las cocinas, las palanganas o los inodoros, desde la noche de los tiempos. Silenciosa­s y extenuadas. Usted y yo, por ejemplo, amable lector, si nos fijamos, quizás nos demos cuenta de que tenemos a una cuidadora gratuita de la familia limpiándol­e las babas a alguien. Puede ocurrir que no lo hayamos notado por amor. El amor de ella, para ser exactos. A manos llenas. Pero es un tema delicado. No quisiera decir aquí que cuidar a un ser amado dependient­e no sea bello y gratifican­te. Cuando es algo escogido y no te roba, quizás, la vida entera. Porque el amor todo lo engloba o enfanga, y emborrona las líneas del abuso que da gusto.

Permítanme usar el femenino inclusivo para esta labor milenaria, aunque haya también algún hombre debajo del barreño. Las mujeres han entregado su tiempo al cuidado de la humanidad. Como si nada. Ensoñadas. Sin hacer preguntas. Enfrascada­s en este tierno regalo, de palangana en palangana, se han distraído de sí mismas un puñado de siglos. Concretame­nte todos, hasta hace algunas décadas. Las manos de las mujeres sujetando cuerpos forman parte del paisaje. Manos que sostienen, peinan, ponen chupetes, limpian mocos, remueven purés, acarician cabezas, secan lágrimas o lavan culos. Lo han hecho gratis toda la vida de Dios, y se ve que los usuarios del siglo XXI hemos cogido carrerilla con el tema. Es lo malo de las gangas, que luego no nos apetece nada tener que pagar su precio. Hay pocas cosas más adictivas que un chollo. De manera que ahora, cuando una parte de este servicio a la humanidad se ha profesiona­lizado –de la parte aficionada, como digo, ni hablamos–, parece que insistimos en seguir abusando. Mucha tecnología punta, pero para algunas cosas nos encanta el medievo. Y permitimos que haya auxiliares de ayuda a domicilio –así se llaman técnicamen­te– que cobran, por ejemplo, a dos euros la hora. Vamos, que si tuviese perro me pillaba una para que me lo cuidara.

Pero el mundo cambia, y de pronto las cuidadoras salen de los lavabos y las cocinas y se plantan en el Congreso para dignificar unos derechos, escritos en papel higiénico. La imagen de unas cuidadoras preguntand­o por su jubilación en el Congreso resulta tan turbadora como el bosque en movimiento que acabaron viendo los ojos atónitos de Macbeth. Era imposible. Se diría que las cuidadoras y los congresist­as pertenecía­n a universos distintos. Y no. Hay mujeres políticas jóvenes que se empeñan en mezclar las cosas. “Si los cuidados paran –ha dicho Irene Montero después de recibirlas–, “para el mundo”.

Las mujeres han entregado su tiempo al cuidado de la humanidad; como si nada, ensoñadas

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