Un amigo se jubila
Mi amigo Jesús se jubila el próximo miércoles. Es el primero que se jubila de un grupo de amigos que, en la segunda mitad de los años setenta, coincidimos en un colegio mayor de Madrid –el César Carlos– para opositores a cátedras o a la Administración del Estado, uno de los núcleos de formación de lo que Enric Juliana llama la Brigada Aranzadi.
Yo fui a parar allí, de rebote, en 1977. Me había trasladado a Madrid para preparar las oposiciones a la carrera diplomática y, a pesar de que el diplomático catalán Josep Coderch, que me acogió en seguida en el grupo de preparación que dirigía, me aconsejó que me instalara allí y me presentó a un miembro de la junta directiva dispuesto a facilitarme el ingreso, preferí coger una habitación en el piso de un excéntrico guionista inglés de origen indio que vivía en el barrio de Argüelles. Volvía de París y la atmósfera de un colegio mayor para opositores, todos hombres –no se admitían mujeres–, me resultaba difícil de digerir. Estaba dispuesto a opositar, porque el temario para la carrera diplomática me ofrecía la oportunidad de aprender cosas que me interesaban, como lenguas e historia, y porque era el precio que había que pagar para evitar la esclavitud de un empleo fijo (en aquella época, encontrar trabajo no era tan difícil como ahora y muchos estudiantes, cuando acabábamos la carrera, nos resistíamos a encadenarnos a la vida laboral). Pero vivir en un colegio mayor rodeado de opositores me parecía excesivo.
Sin embargo, mi desorden de horarios y costumbres chocó con la intransigencia del guionista indio, que al cabo de dos meses de malas caras me pidió que me fuera del piso. Como las oposiciones se aproximaban, no tuve más remedio que instalarme en el César Carlos. Contra lo que esperaba, era un centro de una profunda tradición liberal, con un nivel intelectual inusual en la época. Por él habían pasado algunos de los profesores y juristas más prestigiosos de aquellos días de cambios, reformas y rupturas, junto con personajes tan dispares como el escritor Torrente Ballester, el dramaturgo Antonio Gala, el futuro editor y duque de Alba Jesús Aguirre o Jaime Gil de Biedma, que también vivió allí como aspirante a la carrera diplomática. Gracias a la convivencia diaria con estudiantes de todas las Españas, aprendí allí más que en la universidad e hice amigos que he conservado desde entonces. Incluso conocí a mi mujer.
De eso hace ya cuarenta años, que se dice pronto. Ahora, mi amigo Jesús, que podría continuar trabajando pero es de esas personas que piensan que la vida es demasiado corta para perderla en un despacho, ha optado por jubilarse. Es el primero en hacerlo de los veintitantos compañeros que, alrededor del año 1980, abandonamos el César Carlos para incorporarnos a la vida profesional, después de tres años cruciales de convivencia. Otro, Juan Manuel, lo hará también la próxima semana, al día siguiente de Jesús, también por propia voluntad. Habíamos llegado a un colegio mayor para hombres con un rector nombrado por el Ministerio de Educación, antes de las primeras elecciones democráticas, cuando los partidos políticos aún no eran
Entonces, los del César Carlos, Madrid 1980, no lo sabíamos, pero ahora sí: formamos parte de las biografías respectivas
legales, y dejábamos otro muy distinto, mixto, con un rector elegido por los colegiales, cuando la democracia ya estaba en marcha. El país había cambiado y nosotros también.
Con unos cuantos, los más amigos, como Jesús y Juan Manuel, nos hemos ido viendo desde entonces. Nuestras trayectorias han sido muy diversas. La evolución ideológica y vital, también. Pero aquellos años nos han marcado a todos. Fueron muchas horas conversando sobre todo lo que iba ocurriendo. Desayunábamos, comíamos, cenábamos, leíamos el periódico y nos íbamos de copas juntos, y juntos seguimos los altibajos de la transición y fuimos descubriendo lo que representaba vivir en una democracia.
Aún ahora, cuando nos encontramos, no nos vemos como el abogado del Estado, el inspector fiscal, el notario, el juez o el diplomático que somos, sino como el estudiante que éramos, y discutimos con la misma pasión y con la misma sinceridad. Entre nosotros no nos podemos engañar. Nos conocemos demasiado bien. Entonces no lo sabíamos, pero ahora sí: formamos parte de las biografías respectivas.
Ahora, Jesús –castellano viejo, recto como pocos, con una curiosidad intelectual sin límites– es el primero que se jubila, y con él nos jubilamos un poco todos los demás, incluyendo los que esperamos no jubilarnos nunca del todo. Él no es hombre dado a hacer frases, ni a creerse más listo que nadie. Es un hombre discreto, mesurado. Pero si quisiera podría despedirse de la vida laboral con la chanza de un legendario profesor de la universidad de Cornell, Scott Elledge, cuando se retiró: “Ya es hora de que deje el puesto a alguien con menos experiencia y con menos capacidad que yo”. No todo el mundo puede decirlo con tanta justicia como él.
Buena suerte, Jesús (y buena suerte, Juan Manuel).