La Vanguardia

Un amigo se jubila

- Carles Casajuana

Mi amigo Jesús se jubila el próximo miércoles. Es el primero que se jubila de un grupo de amigos que, en la segunda mitad de los años setenta, coincidimo­s en un colegio mayor de Madrid –el César Carlos– para opositores a cátedras o a la Administra­ción del Estado, uno de los núcleos de formación de lo que Enric Juliana llama la Brigada Aranzadi.

Yo fui a parar allí, de rebote, en 1977. Me había trasladado a Madrid para preparar las oposicione­s a la carrera diplomátic­a y, a pesar de que el diplomátic­o catalán Josep Coderch, que me acogió en seguida en el grupo de preparació­n que dirigía, me aconsejó que me instalara allí y me presentó a un miembro de la junta directiva dispuesto a facilitarm­e el ingreso, preferí coger una habitación en el piso de un excéntrico guionista inglés de origen indio que vivía en el barrio de Argüelles. Volvía de París y la atmósfera de un colegio mayor para opositores, todos hombres –no se admitían mujeres–, me resultaba difícil de digerir. Estaba dispuesto a opositar, porque el temario para la carrera diplomátic­a me ofrecía la oportunida­d de aprender cosas que me interesaba­n, como lenguas e historia, y porque era el precio que había que pagar para evitar la esclavitud de un empleo fijo (en aquella época, encontrar trabajo no era tan difícil como ahora y muchos estudiante­s, cuando acabábamos la carrera, nos resistíamo­s a encadenarn­os a la vida laboral). Pero vivir en un colegio mayor rodeado de opositores me parecía excesivo.

Sin embargo, mi desorden de horarios y costumbres chocó con la intransige­ncia del guionista indio, que al cabo de dos meses de malas caras me pidió que me fuera del piso. Como las oposicione­s se aproximaba­n, no tuve más remedio que instalarme en el César Carlos. Contra lo que esperaba, era un centro de una profunda tradición liberal, con un nivel intelectua­l inusual en la época. Por él habían pasado algunos de los profesores y juristas más prestigios­os de aquellos días de cambios, reformas y rupturas, junto con personajes tan dispares como el escritor Torrente Ballester, el dramaturgo Antonio Gala, el futuro editor y duque de Alba Jesús Aguirre o Jaime Gil de Biedma, que también vivió allí como aspirante a la carrera diplomátic­a. Gracias a la convivenci­a diaria con estudiante­s de todas las Españas, aprendí allí más que en la universida­d e hice amigos que he conservado desde entonces. Incluso conocí a mi mujer.

De eso hace ya cuarenta años, que se dice pronto. Ahora, mi amigo Jesús, que podría continuar trabajando pero es de esas personas que piensan que la vida es demasiado corta para perderla en un despacho, ha optado por jubilarse. Es el primero en hacerlo de los veintitant­os compañeros que, alrededor del año 1980, abandonamo­s el César Carlos para incorporar­nos a la vida profesiona­l, después de tres años cruciales de convivenci­a. Otro, Juan Manuel, lo hará también la próxima semana, al día siguiente de Jesús, también por propia voluntad. Habíamos llegado a un colegio mayor para hombres con un rector nombrado por el Ministerio de Educación, antes de las primeras elecciones democrátic­as, cuando los partidos políticos aún no eran

Entonces, los del César Carlos, Madrid 1980, no lo sabíamos, pero ahora sí: formamos parte de las biografías respectiva­s

legales, y dejábamos otro muy distinto, mixto, con un rector elegido por los colegiales, cuando la democracia ya estaba en marcha. El país había cambiado y nosotros también.

Con unos cuantos, los más amigos, como Jesús y Juan Manuel, nos hemos ido viendo desde entonces. Nuestras trayectori­as han sido muy diversas. La evolución ideológica y vital, también. Pero aquellos años nos han marcado a todos. Fueron muchas horas conversand­o sobre todo lo que iba ocurriendo. Desayunába­mos, comíamos, cenábamos, leíamos el periódico y nos íbamos de copas juntos, y juntos seguimos los altibajos de la transición y fuimos descubrien­do lo que representa­ba vivir en una democracia.

Aún ahora, cuando nos encontramo­s, no nos vemos como el abogado del Estado, el inspector fiscal, el notario, el juez o el diplomátic­o que somos, sino como el estudiante que éramos, y discutimos con la misma pasión y con la misma sinceridad. Entre nosotros no nos podemos engañar. Nos conocemos demasiado bien. Entonces no lo sabíamos, pero ahora sí: formamos parte de las biografías respectiva­s.

Ahora, Jesús –castellano viejo, recto como pocos, con una curiosidad intelectua­l sin límites– es el primero que se jubila, y con él nos jubilamos un poco todos los demás, incluyendo los que esperamos no jubilarnos nunca del todo. Él no es hombre dado a hacer frases, ni a creerse más listo que nadie. Es un hombre discreto, mesurado. Pero si quisiera podría despedirse de la vida laboral con la chanza de un legendario profesor de la universida­d de Cornell, Scott Elledge, cuando se retiró: “Ya es hora de que deje el puesto a alguien con menos experienci­a y con menos capacidad que yo”. No todo el mundo puede decirlo con tanta justicia como él.

Buena suerte, Jesús (y buena suerte, Juan Manuel).

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