ESCALOPA, AMOR Y AGUA FRESCA
Las mudanzas entre países permiten asentar tópicos o desmontarlos. A llegar a Italia, en el verano del 2009, se confirmó un estereotipo. En la primera cena, cerca de Sanremo, nos entregaron –por error– dos cartas de menú iguales con precios diferentes. ¿La tarifa barata para los locales y la cara para los turistas? No pudimos aclararlo. Quedó la sospecha. Al despedirme del país –por favor, que no se enfaden mis amigos italianos– después de más de ocho años, otra anécdota con la carta del restaurante, esta vez en Courmayeur, al pie del Montblanc. La escalopa al limón debía ser de ternera (así decía la carta, aunque sólo en su versión en inglés). Pues no, era de cerdo. Según la camarera, un simple error de traducción. En descargo de los italianos, no obstante, hay que decir que tampoco en la orgullosa Francia todo es perfecto. Son, claro está, unas primeras impresiones. Mi supermercado en la católica y papista Roma daba servicio, los domingos, hasta las 10 de la noche. En mi barrio a las afueras del laico París cierran a la una de la tarde. Otra observación: la web del Gobierno italiano es más moderna y actualizada que la del Elíseo. Eso sí, París vende muy bien su glamour. Al aterrizar en el aeropuerto Charles de Gaulle, un gracioso cartel anuncia que “en París se vive de amor y agua fresca”, una versión refinada de nuestro castizo “contigo, pan y cebolla”. Pero, ¡cuidado con el amor! Unos metros más allá, en la misma terminal, un pelotón de soldados del operativo antiterrorista te intimida con el dedo en el gatillo de sus metralletas. ¿Y el agua? Pues dicen que en mi zona contiene mucha cal. Mala noticia para mis sufridos riñones.