Atrapados en la red
La evolución tecnológica nos deja en una posición de debilidad ante las redes sociales, que acumulan datos sobre nuestras vidas sin que nos demos cuenta, tal como expone Llucia Ramis: “Caímos en la trampa de la vanidad y no sabemos hasta qué punto pagaremos las consecuencias. Los autores de ciencia ficción y series como Black mirror nos ponen sobre la pista, pero tampoco tenemos tiempo para pensar en ello”.
Breaking bad, la serie de televisión protagonizada por Walter White, el profesor de instituto que tras descubrir que tiene un cáncer de pulmón inoperable se convierte en un cocinero de droga sintética y se adentra en el lado oscuro, ha cumplido diez años. Y sigue siendo una gran serie, ahora que hay tantas y tan diversas a nuestra disposición. El descenso a los infiernos del crimen y la distribución de metanfetamina de este mago de la química, creador del cristal azul, sigue siendo un relato apasionante de seguir y contemplar. Hipnótico por lo que tiene de, precisamente, cambio de vida y de valores. Y aunque sea la química su nueva forma de ganarse la vida, el bueno de Walt elige el seudónimo de un físico y matemático alemán para su nueva vida criminal: Heisenberg, que en la serie se convierte en un personaje más, el lado oscuro de White, cada vez más desalmado y dispuesto al asesinato como forma de solucionar problemas.
Werner Heisenberg fue un físico alemán, ganador del premio Nobel de Física en 1932, famoso sobre todo por sus aportaciones a la teoría cuántica y por el llamado principio de incertidumbre. Bajo ese enunciado tan sugerente se esconde un postulado de la ciencia atómica que viene a decir que es imposible medir a la vez y con precisión la posición y el movimiento lineal de una partícula. Es casi una aporía, como la de Aquiles y la tortuga, y en realidad se aplica a otros pares de variables que vienen a resultar ininteligibles cuando pretendemos ser demasiado precisos. Su principio, también llamado de indeterminación, serviría también para los políticos de estos tiempos convulsos, que tienden al pragmatismo y que también parecen creer, con Heisenberg, que la máxima precisión es imposible y que siempre hay un grado de incertidumbre e indeterminación en las decisiones que se toman y lo que uno pretende.
Miren si no lo que estamos viendo con Trump, que sigue ahí, tan estable en su inestabilidad que desmiente a una legión de opinadores europeos, o fijémonos en Berlusconi, en el Brexit, o en sucesos más cercanos. Tiene razón Jordi Amat al haber titulado su opúsculo de Anagrama como La conjura de los irresponsables. Pero es que la irresponsabilidad parece la norma, así como el fomento de la división, el enfrentamiento y la desigualdad. Trump es un iletrado que casi presume de ello. Un gobernante que no lee, porque no lo necesita. Él es un genio y no siente rubor ni empacho en reconocérselo a sí mismo. Y los europeos, desde nuestro escepticismo petulante y sin querer entender el momento y la historia de Estados Unidos, nos preguntamos cómo es posible, mientras ignoramos la palabrería hueca de May o miramos para otro lado cuando se trata de explicar la fulgurante llegada al poder de Macron (que, como buen francés, es otra cosa, más napoleónica e ilustrada). Pero me parece que casi todos estos líderes y muchos otros responden a un tiempo en el que las supuestas élites
Si las élites, en el mejor sentido del término, no reaccionan, el mundo entonces es de los irresponsables y los demagogos
intelectuales, sociales y hasta económicas han dimitido de su voluntad de hacer progresar el conjunto de la sociedad. De la misma forma que ejecutivos no demasiado brillantes luchan año a año por conseguir su bonus y sustituyen la estrategia por la táctica, el cortoplacismo es hoy general e infecta también la política y hasta los ideales. Los gobernantes de hoy son, permítanme generalizar, la vergüenza de una élites que no han sabido evitar que llegasen al poder. Y que ahora se muestran impotentes y desdeñosas. Aunque habrá que reaccionar. Y deberemos volver a enfangarnos en el muladar político si queremos que avancen nuestras sociedades, si no queremos seguir estando avergonzados de nuestros supuestos líderes.
Heisenberg dirigió el Instituto Max Planck de Berlín durante la Segunda Guerra Mundial. De hecho, colaboró con Otto Hahn y con la Alemania nazi, hasta el punto de que todavía hoy se discute si realmente intentaban entregar a Hitler una bomba nuclear. Como muchos otros, yo prefiero creer que Heisenberg boicoteó el proyecto nazi y que su visita a Niels Bohr prueba que fingía colaborar pero que era consciente que no podía proporcionarle a un loco megalómano una bomba atómica. Ni siquiera un reactor atómico. Es decir, prefiero creer que Heisenberg, por muy difíciles que fuesen las circunstancias políticas, optó por ser fiel a la humanidad y a su sentido de la decencia y fue un elitista. O lo que es lo mismo, no sucumbió a las fuerzas oscuras del populismo, la guerra y la deshumanización.
Porque si las élites, en el mejor sentido del término, no reaccionan, el mundo entonces es de los irresponsables y los demagogos. Y asoma su feo rostro la dictadura y la censura, mientras perece la meritocracia y se avería y detiene el ascensor social, el mismo que en Europa se ha quedado entre plantas, con una clase media que ya no sube y que se niega, rabiosa, a aceptar su bajada en estos últimos años. Como Walter White rechaza su cáncer y se empeña en una vida que lo destruirá mientras pretende salvar a los que ama. Un drama, sí, pero también una tremenda ironía. Peor, un sarcasmo macabro.