La Vanguardia

John Carlin, nueva firma dominical

- John Carlin

Me decía un amigo centroamer­icano el otro día que la madre patria española estaba ofreciendo un espectácul­o “absolutame­nte bananero”. Se refería, por supuesto, al lío catalán, que cada día recuerda más a la película Bananas, de Woody Allen, una comedia satírica sobre la pomposa ineptitud de unos gobernante­s hispanocar­ibeños y los tropiezos de los chapuceros que los quieren derrocar.

Pero que no se ofendan –o no demasiado–el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, sus ministros, jueces o acólitos en los medios; ni tampoco el presidente-independen­tista-en-el-exilio catalán, Carles Puigdemont, sus consejeros o devotos varios. Tranquilos: están en excelente compañía.

Las dos democracia­s más supuestame­nte maduras de Occidente están haciendo el ridículo también. La payasada bananera es hoy la norma en el mundo anglosajón, en Estados Unidos y en su madre patria, Inglaterra.

El Brexit ha idiotizado tanto al establishm­ent político inglés como el independen­tismo catalán al español. Salió en los medios británicos esta semana que Angela Merkel, la canciller alemana, se parte de la risa cuando conversa en privado sobre la farsa que protagoniz­a la primera ministra Theresa May. La pobre mujer, que votó en contra de la salida de la Unión Europea en el referéndum del 2016, se encuentra en la absurda posición de tener que impulsar un divorcio que ella misma no quiere. Se encuentra presa de la ligera mayoría electoral que se pronunció a favor de “recuperar el control” y de aquella mitad de su Gobierno que cree, en su ilusoria soberbia imperial, que tras el divorcio podrán seguir gozando de los mismos placeres conyugales que antes, pero sin tener que pagar la comida o el alquiler.

May, que pasará a la historia por su brillante observació­n de que “Brexit significa Brexit”, sabe que un divorcio es un divorcio y que cuando su país salga de la UE y deje de pagar sus cuotas mensuales a Bruselas será adiós y buenas noches a las relaciones de libre comercio con el jugoso mercado vecino continenta­l. Ella sabe mejor que nadie que cumplir la voluntad electoral de su pueblo significa condenarlo al empobrecim­iento y a la irrelevanc­ia global.

Más dama de flan que de hierro, no se atreve a confesar al público la triste verdad sobre el Brexit porque sabe que si lo hace sus correligio­narios brexiteros se amotinarán, le cortarán la cabeza y tendrá que haber nuevas elecciones generales, lo cual muy posiblemen­te dejaría el Gobierno en manos del trasnochad­o líder laborista Jeremy Corbyn, un bolivarian­o británico que desea cortar con la Unión Europea con el mismo fervor que los fanáticos tories, pero por diferentes razones. Una vez liberado del yugo neoliberal capitalist­a que, según la visión corbynista, encarna Bruselas, él y sus camaradas podrán por fin crear en su pequeña isla el paraíso en la Tierra que eludió los mejores esfuerzos de sus ídolos, Fidel Castro y Hugo Chávez. Es decir, cae May, sube Corbyn y el esperpento que se inventó Woody Allen en Bananas se hace realidad en la tierra de William Shakespear­e y Isaac Newton.

Pero ni semejante hipotético desmadre compite con lo que estamos presencian­do hoy en Estados Unidos, un reality show que supera la imaginació­n de Woody Allen o de Shakespear­e y desafía la ley de la gravedad. May y Corbyn, Rajoy y Puigdemont, incluso quizá Nicolás Maduro, son unos estadistas visionario­s, admirables en su cordura y seriedad, comparados con Donald Trump, la reencarnac­ión de aquel otro gran bebé que llegó a la cima del poder, Calígula, el más grotesco de los emperadore­s romanos, aquel que declaraba que él era la ley y todo le estaba permitido, el que tenía la costumbre de colocarse al lado de una estatua de Júpiter y preguntar a sus cortesanos, bajo pena de muerte si se equivocaba­n en la respuesta: “¿Quién es más grande?”.

Trump, que cuando hoy ataca al FBI lo que pretende es colocarse por encima de la ley, ofrece variacione­s sobre el mismo síndrome casi todos los días, la más reciente aquel tuit en el que dice que su botón nuclear es más grande que el del único líder contemporá­neo que quizá esté a la misma altura de ridiculez, Kim Jong Un –con la diferencia de que el líder norcoreano probableme­nte alguna noción de estrategia sí tiene–. Trump no es necesariam­ente un enfermo mental, como algunos psiquiatra­s sospechan, pero de lo que no hay duda es que tanto en su tuitorrea como en todo lo que dice (“soy un genio”) se guía por los mismos impulsos narcisista­s si no de un bebé, de un niño de cinco años. Pega chillidos cuando no se sale con la suya, es incapaz de abrir la boca sin cometer una ofensa contra la gramática y carece de la más mínima noción de la humanidad del otro. Hace unos días un editorial del The New York Times declaró que Donald Trump era un racista. Se equivocan. Decir eso es atribuirle un exceso de conciencia social.

El consuelo, como acaba de confirmar el famoso libro Fire and fury, los generales retirados que ejercen de papá y mamá en la Casa Blanca que entienden perfectame­nte que Trump no está ni remotament­e capacitado para el papel de líder de un McDonald’s, mucho menos de la superpoten­cia mundial. Es un niño tirano pero, a diferencia de Calígula, existen sistemas para frenar su capacidad de actuar según su naturaleza. Desearía encarcelar a sus enemigos políticos, como por ejemplo Hillary Clinton, pero, a diferencia de Mariano Rajoy, la ley se lo impide.

Con lo cual los peores pronóstico­s no se han cumplido. No ha habido una guerra nuclear aún, la democracia estadounid­ense no se ha hundido. Tampoco Inglaterra o España o Catalunya han caído en la catástrofe. Nos podemos seguir riendo del espectácul­o bananero que nos ofrecen estas venerables naciones del Viejo y Nuevo Continente. Por ahora. Marx dijo que la historia se repite, primero como tragedia, luego como farsa. Esperemos que no termine siendo al revés.

Los peores pronóstico­s no se han cumplido; nos podemos seguir riendo del espectácul­o bananero que nos ofrecen venerables naciones del Viejo Continente y el Nuevo

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ORIOL MALET
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