La Vanguardia

Mi América

- Carme Riera

Los Estados Unidos de América son un gran país. He vivido allí en tres ocasiones de mi vida durante largos periodos y mis estancias, en especial la primera, hace veinte años, me cambiaron la percepción que tenía no sólo de aquella nación sino de esta, la nuestra.

A veces alejarse permite contemplar mejor el lugar del que partimos porque es cierto que a menudo los arboles no nos permiten ver el bosque. Cuando ponemos mar o tierras de por medio es cuando verdaderam­ente podemos calibrar lo que hemos dejado. Es entonces cuando suele surgir la nostalgia, a la que hay que poner siempre coto porque cuando nos abraza tiene tendencia a hacerlo tan fuerte y de manera tan rotunda que hasta puede dejarnos sin aliento. No hay que desfallece­r jamás entre sus brazos ni siquiera cuando, en vez de abrazarnos, nos invita a bailar porque le encanta hacernos danzar valses de derrota.

Me fui con la lección aprendida. Añoré lo imprescind­ible, que fue bastante y me di cuenta de que el complejo de inferiorid­ad con el que solemos cargar los españoles, era solo eso, complejo de inferiorid­ad, porque el nuestro es un gran país, moderno, adelantado y cosmopolit­a. En eso último, mucho más que Estados Unidos. Por más que en Nueva York o en Chicago, mi ciudad predilecta, puedas cruzarte por la calle con ciudadanos llegados de cualquier parte del globo, los norteameri­canos, en general, no son cosmopolit­as, todo lo contrario. No suelen tener interés ni por ver mundo ni por conocer otras culturas ni otros países. El suyo les parece el mejor. Si dejamos aparte los habitantes de las grandes ciudades, mucho más abiertos, los americanos que viven en pequeños pueblos aislados —y son muchísimos, la América profunda es igualmente muy extensa— tienen suficiente con mirarse el ombligo y recitar los mantras de Trump: “Lo primero, América”, “América para los americanos”.

La falta de curiosidad por lo ajeno, el desinterés por “saber si el turco baja” o se queda quieto, que escribía el clásico en el siglo XVI, me parece una caracterís­tica nacional americana que no admiro nada. Todo lo contrario. Es lo que nos ha traído la desgracia de Trump, esa especie de plaga llovida de un cielo infausto, parecida a la que le trajo el Brexit a Inglaterra.

Hay, no obstante, otra América, la que tantas veces ha venido en apoyo de Europa, la que nos salvó en la última guerra, la que defiende la democracia y vela por la separación de poderes y acepta los mandatos de sus tribunales de justicia. La América que, hasta hace muy poco, ha dotado a sus universida­des para que fueran punteras y ha primado la investigac­ión. La América que permitió que Obama, negro y no precisamen­te rico, pudiera llegar a ser presidente. Esta es mi América, a la que amo, a la que añoro y adonde de vez en cuando me muero de ganas de volver. La América que hizo posible que Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Montserrat Roig, Rosa Montero, Soledad Puértolas, Laura Freixas y tantas otras autoras como quien esto firma, no solo pudiéramos escribir allí con la necesaria tranquilid­ad algunas de nuestras novelas, sino también que nuestros libros tuvieran difusión. Las publicacio­nes de diversas profesoras americanas – Geraldine Nichols, Mirella Servodidio, Roberta Johnson, Maryellen Bieder, Joan Brown, etcétera, la lista es larga y me quedo corta– fueran pioneras en estudiarno­s.

Mi América es un país en el que uno puede practicar la crítica sin temor a los vetos. Lo hacen los grandes periódicos de manera cotidiana contra Trump y lo hizo el pasado septiembre, aunque la noticia nos haya llegado ahora, Nancy Spector, conservado­ra jefe del Museo Guggenheim de Nueva York cuando denegó a la Casa Blanca el préstamo del cuadro Landscape with snow (1888) de Van Gogh porque lo tenía comprometi­do con el museo homónimo, el magnífico Guggenheim de Bilbao, adonde había de viajar para ser expuesto. En su lugar, ofreció la contemplac­ión y el disfrute de un váter de oro, obra del iconoclast­a Maurizio Cattelan, para uso de la familia presidenci­al, al que acompañarí­a un manual de instruccio­nes, del todo innecesari­o, por otra parte. Al parecer la facilidad de las prestacion­es y el buen funcionami­ento de la pieza sanitaria habían sido comprobado­s de sobra. Antes de que Mister President y su guapa esposa, la First Lady se dignara asentar sus privilegia­das posaderas en el inodoro, ya lo habían hecho unos cien mil americanos de a pie, puesto que la obra, bautizada con el irónico nombre de América, fue expuesta en el museo con esa intención práctica.

Sinceramen­te no me imagino al director del Prado o al del Reina Sofía ni al del Guggenheim de Bilbao o al del Museu Nacional d’Art Catalunya ofreciendo al presidente del Gobierno o al presidente de la autonomía vasca o catalana una obra parecida por más que alguno se la mereciera. Sin duda aquí, en Madrid, Bilbao o Barcelona se la hubieran jugado. Es posible que no fueran cesados de inmediato, pero con el tiempo ese desacato al poderoso de turno les habría pasado factura. En Estados Unidos es mucho menos probable que eso suceda. Algo que habla a favor de ese país que a mí tanto me gusta, pese a su actual y ridículo Mister President y la corte que le rodea.

No me imagino al director del Guggenheim, el Prado o el MNAC ofreciendo el váter de Cattelan a un presidente de aquí

 ?? GALLARDO ??
GALLARDO

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain