La Vanguardia

La dacha del inglés

George Blake es a los 95 años un traidor feliz, sin la amargura que persiguió a Philby, Blunty Maclean

- RAFAEL RAMOS Londres. Correspons­al

Está medio ciego, la mayoría de sus dientes son postizos, le duelen las articulaci­ones y camina con la ayuda de un bastón, pero podría decirse que Grigory Ivanovich, alias Zhora, es a los 95 años un hombre feliz. El teniente coronel del KGB, héroe de la Unión Soviética y ahora de Rusia, poseedor de la orden de Lenin, la orden de la Amistad, la orden de la Bandera Roja, la orden del Valor y la orden de la Guerra Patriótica, vive con su segunda esposa en una dacha construida antes de la Revolución, da paseos por el bosque, hace que le lean historias y escucha música clásica en la radio. Está en paz consigo mismo.

El camarada Grigory Ivanovich es en realidad George Blake, el último de los grandes espías ingleses de la guerra fría. Kim Philby y Anthony Blunt nunca se adaptaron a la vida de Moscú y ahogaron sus penas en alcohol. Maclean no pudo soportar que su mujer le pusiera primero los cuernos y luego lo dejara. Pero el calvinista Zhora es tanto a nivel personal como ideológico un firme creyente en la predestina­ción y el destino, de manera que no siente ningún remordimie­nto. Podría tenerlo, después de haber entregado al KGB una lista con cuarenta nombres de agentes británicos en la antigua Europa del Este, hecho que por lo menos un par de ellos fueran ejecutados y el resto encarcelad­os o torturados . Pero no es así. “Soy –dice– como un viejo coche extranjero que se ha adaptado a las mil maravillas a las carreteras rusas”.

Nunca ha echado de menos Inglaterra, sino en todo caso Holanda. Porque si Grigory Ivanovich es Blake, Blake es a su vez George Behar, nacido en Rotterdam, de madre protestant­e y padre judío egipcio que tenía pasaporte británico, aunque de esto no se enteró hasta la muerte de su progenitor cuando él tenía catorce años y lo enviaron a El Cairo a vivir con unos parientes. Tras regresar a su país natal, trabajó como correo para la resistenci­a neerlandes­a a la invasión nazi, y en plena guerra atravesó Bélgica, Francia y España para llegar a Gibraltar, e ir desde allí a Londres para reunirse con su familia. Subtenient­e en la Royal Navy, su espíritu cosmopolit­a y dominio de varias lenguas llamó la atención del MI6, que lo reclutó como espía, le dio un curso intensivo de ruso y lo envía a Seúl, donde fue hecho prisionero por Corea del Norte y metido tres años en prisión. Allí, sin que sus amos lo supieran, se convirtió al comunismo.

En 1955 fue recibido en Londres con todos los honores e hizo las maletas para Berlín con la misión de reclutar a soviéticos como agentes dobles. Pero el agente doble era él, que informó a sus jefes del KGB de todos los planes y secretos británicos y norteameri­canos que cayeron en sus manos, incluida la Operación Oro, la construcci­ón de un túnel en el sector oriental de la ciudad para intercepta­r las líneas telefónica­s rusas. Eventualme­nte fue denunciado por un polaco, detenido y condenado a 42 años de prisión, la sentencia más larga en toda la historia de Gran Bretaña.

“Blake siempre tuvo don de gentes –cuenta a La Vanguardia Edward Hall, el director artístico del Hampstead Theatre, que ha reestrenad­o la obra Compañeros de celda, basada en su figura, lo mismo que la película de John Huston El hombre de Mckintosh (1972)–. Se hizo amigo de un pequeño delincuent­e irlandés con aires de grandeza que publicaba el periódico de la prisión de Wormwood Scrubs, en el oeste de Londres, y huyó con su ayuda y la de dos activistas anti armas atómicas que primero lo ocultaron en un piso franco y después lo llevaron escondido en una furgoneta Volkswagen hasta la frontera con Alemania.

Kim Philby describió el Moscú comunista como “la noche de un sábado en el Glasgow del siglo XIX”. Pero a Blake, hombre sin raíces, siempre le gustó. Dispone de un piso en la capital, pero prefiere la dacha de Kratovo, cuarenta kilómetros al sudeste, donde le visitan su hijo ruso y sus tres hijos ingleses (uno cura, otro bombero y el tercero experto en Japón), y sus nueve nietos. Todos le han perdonado, convencido­s de que no actuó por dinero sino por ideas. Él disfruta de Gogol y Chejov, escucha el servicio exterior de la BBC, y aunque decepciona­do con la desaparici­ón de la URSS, no osa criticar a Putin. Es quien paga su pensión.

Nació en Holanda, se hizo comunista en Corea y fue agente del KGB en el Berlín de la guerra fría

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PAUL POPPER/POPPERFOTO / GETTY El espía satisfecho George Blake, junto a su madre en Rusia en 1967. Abajo, en una imagen tomada en su dacha de Kratovo en el 2012
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