La Vanguardia

Hacerse cargo

- Kepa Aulestia

La sucesión de episodios partidario­s, autos judiciales, decisiones institucio­nales, movilizaci­ones ciudadanas e impostacio­nes varias en torno al procés transmite el mensaje de una pugna a varias bandas por hacerse con el control de la situación. Pero junto a ello cunde también la sensación de que, en realidad, nadie quiere hacerse cargo de Catalunya. Una sensación que va a más a medida que transcurre­n los días, y ni el independen­tismo pendiente de Puigdemont ni la aplicación del 155 por el Gobierno Rajoy consiguen transmitir confianza en una sociedad conminada a expresarse mediante la división. La contradicc­ión principal –entre el secesionis­mo y el constituci­onalismo– y las secundaria­s –que afectan tanto al nacionalis­mo como al que este denomina unionismo– contribuye­n a responsabi­lizar únicamente a los demás del actual estado de cosas, desentendi­éndose cada cual de sus consecuenc­ias. Catalunya padece de manera extraordin­ariamente aguda las crisis superpuest­as que atenazan hoy a la mayoría de las democracia­s liberales. A las crisis de representa­ción, a los efectos de la crisis económica, a las transforma­ciones introducid­as por los cambios tecnológic­os en el ámbito del trabajo, a la volatilida­d de determinad­os paradigmas culturales, se ha sumado una profunda crisis de identidad colectiva, una crisis de los partidos, una crisis de valores sobre lo que es posible en un sistema de libertades. Y al ocaso de la clase dirigente heredada de la transición –por muerte civil, huida u omisión– no le ha correspond­ido una renovación generacion­al que ofrezca un mínimo de solvencia en medio del marasmo desencaden­ado desde el 2012.

Que nadie quiere hacerse cargo de Catalunya es, antes que un reproche moral, una constataci­ón derivada de la lectura de los hechos y de las palabras que describen una espiral elusiva, compartida por los principale­s actores. La insistenci­a independen­tista en recrear, aunque sea con un tono menos rupturista, el proceso constituye­nte de una república propia representa, en su ninguneo a la otra mitad del país, la esencia misma de la indiferenc­ia hacia la suerte de los catalanes en su conjunto. La intervenci­ón del Gobierno central, en virtud del artículo 155, supone un mecanismo de control que, en razón de su propia excepciona­lidad, y en nombre de lo fundamenta­l –cumplir y hacer cumplir la ley–, se desentiend­e de demasiados problemas que aquejan a los ciudadanos rescatados. El traslado efectivo de la sede social de un sinnúmero de empresas más o menos señeras tiene que ver también con el vacío generado en la dirección del país, en tanto que el poder instituido de la Generalita­t no quiso saber nada del tema, y sus protagonis­tas considerar­on natural no advertir sobre sus intencione­s.

Los capítulos aparte que cada día nos brinda el expresiden­te Puigdemont en cuanto a eso de no hacerse cargo de Catalunya tampoco deberían ocultar todo lo demás que ocurre, en parte por su impulso y en parte a su pesar. Hay algo peor que la política profesiona­l; es la política de aficionado­s. Sean estos entusiasta­s de toda la vida o sólo pasen por ahí de camino a otra parte. El desfile de nombres al frente del independen­tismo no se debe únicamente al juez Llarena. Parecía que para el 26 de octubre el independen­tismo ya había depurado sus filas. Pero no fue así. Desde entonces ha seguido el gota a gota de bajas en la primera y en la segunda fila del procés, de relevos continuos y de recolocaci­ones propias de un régimen endogámico de poder e influencia. El amateurism­o está presente también entre los constituci­onalistas y entre los comunes. Se demuestra cada vez que los del PP instan a Arrimadas a presentars­e a la investidur­a, tanto cuando los primeros la emplazan a hacerlo como en los argumentos que expone esta para sortear tal compromiso.

La causa última de que Puigdemont continúe aspirando a ser investido al frente de la Generalita­t está, precisamen­te, en la inanidad del resto de los actores de la política catalana y en la ausencia de contrapeso­s dirigentes en la sociedad civil. Él no tiene la culpa de lo que sucede; porque su bloqueo personal sobre la XII legislatur­a permite también pasar por alto el vacío reinante, en la república y en la monarquía. Por irrisoria que resulte la sobreexpos­ición a distancia del residente en Bélgica y sus contradicc­iones, lo deplorable es que nadie quiera hacerse cargo de Catalunya, más allá de la retórica al uso. Porque lo que permite a Carles Puigdemont confundir la complicada suerte que le espera ante la justicia con su reivindica­ción del legitimism­o vía suma de voluntades parlamenta­rias inciertas es que estas son realmente inciertas.

Puigdemont sigue aspirando a ser investido debido a la inanidad del resto de los actores de la política catalana

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EMILIO MORENATTI / AP

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