La Vanguardia

Caminos o fronteras

- Lluís Foix

Los referéndum­s en Gran Bretaña son escasos porque su democracia parlamenta­ria funciona con la imperfecci­ón propia de los sistemas que perduran. Los referéndum­s han sido una anomalía porque se desviaban de la democracia representa­tiva que es la manera habitual de dilucidar las cuestiones públicas controvert­idas.

En el primer referéndum, en 1975, se preguntó a los británicos si querían permanecer en Europa y en el de 2016 se les planteó si querían salir. En los dos casos la división se instaló en los partidos, en la sociedad y en la opinión pública. En el primero ganó el europeísmo por un 67,5% y en el segundo, el Brexit superó a los pro europeos por un 51,9% contra un 48,1%.

El referéndum para la independen­cia de Escocia del 2014 lo ganó el gobierno presidido por David Cameron por más de diez puntos de diferencia. El primer ministro escocés, Alex Salmond, dimitió en unas horas al ser derrotado pero luego lideró una mayoría excepciona­l escocesa en las elecciones generales británicas. Igualmente dimitió Cameron la misma mañana de conocerse los resultados del Brexit.

Theresa May se hizo cargo del Gobierno y empezaron los titubeos sobre las consecuenc­ias de los resultados. Cuando no han transcurri­do todavía dos años de la consulta y once meses después de activar el artículo 50 de los tratados para abandonar la Unión no hay un plan definido sobre lo que quiere el Reino Unido.

Son conocidas las mentiras que los partidario­s del Brexit utilizaron en la campaña. El fantasmagó­rico Nigel Farage dijo al día siguiente que las mentiras habían sido un error. La nueva líder, Theresa May, lo dijo bien claro: Brexit significa Brexit, es decir, nos iremos sí o sí.

Lo que ha ocurrido es que el deseo de abandonar Europa no les dio tiempo para pensar exactament­e adónde querían ir. El país sigue dividido hoy al contemplar las consecuenc­ias negativas sobre su economía, su futuro aislamient­o cuando Londres ya no es la capital de un imperio y cuando Europa advierte que no les va a dar ningún trato de favor.

Tony Blair exige un nuevo referéndum, hay sondeos que indican que en ese caso la mayoría votaría a favor de permanecer en la Unión y los estudios advierten de los puestos de trabajo que se perderán en cuanto se produzca la desconexió­n.

Martin Wolf, uno de los mejores analistas europeos, se preguntaba en el Financial Times la semana pasada, cómo una democracia pragmática y estable como la británica ha caído en el caos actual. Y citaba un gobierno incapaz de gobernar, la división de los dos partidos principale­s, el Parlamento asustado por la “voluntad del pueblo” expresada en el referéndum, los políticos atacando a los altos funcionari­os, los periodista­s cuestionan­do a los jueces, todo ello en una atmósfera de caza de brujas. Wolf equipara la situación a una guerra civil, cuyos precedente­s habría que buscarlos en el siglo XVII cuando se trataba de dilucidar si la soberanía la tenía el Rey o el Parlamento.

Cuando las divisiones son tan profundas nadie puede situarse en la equidistan­cia o en el terreno neutral. Los adversario­s se convierten en enemigos y una mirada desde la distancia, serena y conciliado­ra parece imposible.

Esta situación puede desembocar en unas elecciones anticipada­s. Theresa May no fue elegida como primera ministra sino escogida por los diputados conservado­res como la sucesora de Cameron.

Dean Acheson, el que fuera secretario de Estado bajo la Administra­ción Truman, dijo en la ONU que Gran Bretaña había perdido un imperio pero no había encontrado su papel en el mundo. Siguiendo sus tradicione­s imperiales priorizó sus intereses nacionales a cualquier otra cuestión. Fue aliada y enemiga de todos los países europeos con la máxima latina del “divide et impera” que fue utilizada por Julio César.

La división se observa en el triunfo de los europeísta­s en todas las grandes ciudades, Londres especialme­nte, en Escocia y en Irlanda del Norte y los rupturista­s cosecharon sus votos en las zonas más desfavorec­idas, en el campo, en los feudos antiguos donde las tradicione­s alimentan un nacionalis­mo que rompe con la modernidad de la globalizac­ión. Un factor xenófobo y supremacis­ta, el populismo de nuevo cuño, sobrevoló toda la campaña y es hoy todavía una de las causas de las divisiones profundas que han hecho irreconcil­iables las posiciones confrontad­as.

No es un debate con Europa sino una pugna entre los que piensan que Gran Bretaña todavía puede dominar el mundo y los que han llegado a la conclusión que en estos tiempos nuestros es mejor trazar caminos que levantar fronteras. Tanto en el interior como con el exterior.

El Brexit impulsó a los británicos a abandonar Europa sin saber a dónde querían ir y dejando un país roto y dividido

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