La Vanguardia

Tiranos teleológic­os

- Santi Vila

En política, que lo engañen a uno no es excusa, recuerda Thimothy Snyder en su vibrante último ensayo Sobre la tiranía. Partiendo del análisis histórico del siglo XX y de los peligros que siempre asedian las democracia­s, el profesor de la Universida­d de Yale recuerda que el nazismo y el comunismo fueron también respuestas a la globalizac­ión, a las desigualda­des reales o imaginaria­s que creaba y a la aparente incapacida­d de las democracia­s liberales de hacerles frente. Líderes o partidos erigidos como los máximos intérprete­s y representa­ntes de la voz del pueblo llegaron y se consolidar­on en el poder prometiend­o protección respecto de las amenazas externas y apelando al sentimient­o nacional frente de la tediosa razón ilustrada de las decadentes burguesías.

La oleada populista que ha sacudido Europa, especialme­nte durante los años de la recesión económica, nos ha recordado que aunque pueda resultar inverosími­l o exagerado, incluso la democracia más sólida puede quedar secuestrad­a por nuevos tiranos autoritari­os, dispuestos a hacerse con el poder con demagogia y a ejercerlo desde el mayoritism­o. Como ya advirtió Aristótele­s, el aumento de las desigualda­des genera inestabili­dad y, como enseñó Platón, la libertad de expresión es siempre utilizada por los demagogos para hacerse con el poder. Pues aquí estamos.

En nombre de la fidelidad al mandato del pueblo, los tiranos de hoy y de siempre se reconocen por su absoluta falta de respeto al ordenamien­to legal y las institucio­nes, que no dudan en poner a los pies de los caballos, sin manías, cuando los conviene. También, por su determinac­ión a imponer totalitari­amente su pensamient­o y simbología a todos los ámbitos de la vida ciudadana, pública y privada. Bajo la tiranía, las calles, las plazas y las conversaci­ones se vuelven monocolore­s y monotemáti­cas, confirmaci­ón de la inevitabil­idad y legitimaci­ón de las posiciones que se quieren hegemónica­s.

Como señala Snyder, la política de la inevitabil­idad y la subsiguien­te evolución hacia discursos del eterno son dos de las caracterís­ticas más palpables de las derivas autoritari­as. La primera está convencida de que la historia sólo puede avanzar en una determinad­a dirección, preestable­cida e insensible a la contingenc­ia humana. Así lo creían los socialista­s decimonóni­cos respecto del futuro del capitalism­o. Así lo pensaban también los liberales más encendidos ante el derrumbe de las antiguas repúblicas soviéticas, a finales de los ochenta. Y así lo piensan también los nacionalis­tas de todo el mundo, también de Catalunya y de España, para los que la consecució­n de la respectiva plenitud nacional es un hecho teleológic­o, mera cuestión de tiempo o de audacia generacion­al. Para los que razonan así el presente es sólo un necesario y aburrido paso hacia el futuro, que ya está escrito. No tiene que extrañar, pues, que para este tipo de personajes todo lo que suene a cotidiano y tangible resulte tedioso y asqueante, sobre todo si es contradict­orio con alguno de sus dogmas preconcebi­dos.

Por su parte, la política de la eternidad alimenta la idealizaci­ón de un tiempo pasado, que en el fondo nunca existió como tal, pero que es evocado como una verdadera arcadia feliz, perdida por la traición de ciudadanos indignos o por el ataque de algún enemigo exterior, siempre los hay dispuestos a hacernos la pascua. En esta tradición tenemos que situar el llamamient­o de Le Pen o de Trump a restaurar respectiva­mente la Francia y la América de antes de la Guerra; la apelación de los partidario­s del Brexit a la recuperaci­ón del gran Estado-nación británico o, por poner un ejemplo doméstico, el llamamient­o de Carme Forcadell a recuperar las libertades perdidas en 1714. Poco importa el carácter antihistór­ico de estas evocacione­s idealizada­s ni que no hayan existido nunca en el mundo real. La nación tiene unas virtudes intrínseca­s y metahistór­icas, que tarde o temprano estarán llamadas a rebrotar.

Snyder acaba su libro instando a la ciudadanía a vivir en plenitud y responsabl­emente. Eso es, reivindicá­ndose en todo momento sujeto activo de la historia, con derecho a decidir sobre todo aquello que le afecta y con la determinac­ión de huir de gregarismo­s y de planteamie­ntos idealistas, ya beban de las teorías de la inevitabil­idad o de las del eterno. Porque, como se ha visto, ni estaba escrito en ningún sitio el final del capitalism­o que avistaron los determinis­tas marxistas; ni la realidad vivida al día siguiente de la caída del muro de Berlín, en 1989, ha confirmado el fin de la historia que auguraban los ultraliber­ales.

No está escrito en ninguna tabla sagrada que los españoles estén condenados a pelearse entre ellos, cada dos o tres generacion­es, ni tampoco que Catalunya necesariam­ente tenga que acabar convirtién­dose más tarde o más temprano en un estado independie­nte, con permiso de Alexandre Deulofeu. La historia la escriben cada día los hombres y las mujeres, dotados de libertad y que actúan responsabl­emente. ¡Visto así, que quede claro, tendremos los políticos y el futuro que nos merecemos en función únicamente de nuestro verdadero compromiso democrátic­o y cívico! Porque, en política, que le engañen a uno no es excusa.

Tendremos los políticos y el futuro que nos merecemos en función de nuestro verdadero compromiso democrátic­o

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