La grandeza de los rivales
En los sesenta, en París, los amantes del fútbol no teníamos ningún club local que triunfara en la élite, así que tuvimos que resignarnos a la rivalidad hexagonal del Olympique de Marsella y el Saint-Étienne. Y cuando a principio de los setenta se anunció la ambiciosa fusión de muchos naufragios para fundar el PSG, yo ya había sido abducido por el Barça. No obstante, no corté el cordón umbilical con el fútbol parisino y seguí la artificial evolución de un club que sólo me sedujo cuando JeanPaul Belmondo intentó remontarlo a base de pasta y carisma generosamente despilfarrados.
Fue un momento fugaz que no cambió el karma de una identidad antipática, de nuevo rico, que lo arreglaba todo con la intimidación del dinero. Que incluyera la torre Eiffel en su escudo ya debería habernos prevenido sobre las ínfulas horteras del club. Desde hooligans racistas a agujeros negros fiscales, el PSG fue perfectamente definido cuando se dijo
El eco del PSG es de fracaso, dilapidación grandilocuente y promiscuidad de poder
que era “un club inglés en Francia”. El símil no se refería a las grandes instituciones del fútbol inglés sino a esos transatlánticos contemporáneos dopados con caprichosos petrodólares.
Futbolísticamente, el PSG también ha tenido fases relevantes. Las mejores, con Bianchi, Fernández y Rocheteau y, más tarde, con el mismo Ronaldinho que nos cambió la vida. Pero el eco del club es sobre todo de fracaso, despilfarro grandilocuente y promiscuidad de luxe entre poderosos adictos a la erótica del palco. Desde que Qatar asumió la propiedad, el PSG ha cambiado la maldición del fracaso por una balsa de petróleo que marca los principios (?) de un fútbol moderno que nada en la abundancia y que no tiene nada que ver con la anacrónica grandeza sentimental de otros clubs venerables. Por eso, y sin que sirva de precedente, creo que lo que representa el Real Madrid para el fútbol es menos nocivo que lo que representa el PSG. Porque cuanto mayor es la grandeza del rival, más mérito tiene ganarlo.