Muertes en la escuela, suma y sigue
LA historia se repite. Un joven de diecinueve años penetró el miércoles en una escuela de Florida empuñando un arma de asalto y empezó a disparar. Dejó 17 muertos, 15 heridos y un rastro de incredulidad y rabia. El ser humano está expuesto a todo tipo de catástrofes naturales y accidentes. Pero morir en un tiroteo escolar ya tiene en EE.UU. más de previsible que de excepción: alumnos del centro asaltado habían comentado tiempo atrás que el atacante podría algún día hacer lo que hizo anteayer.
Desde que empezó el año, se han producido dieciocho incidentes con armas de fuego en escuelas de Estados Unidos. Desde el 2013 se han contado 291 tiroteos en centros educativos estadounidenses, lo que supone un promedio de uno semanal. El del miércoles fue más mortífero que la tristemente célebre matanza de Columbine (1999), en la que murieron quince personas. No se aprecian signos de remisión en esta plaga. Falta voluntad política para detenerla. Pese a que las estadísticas generales son mucho peores que las escolares: 96 personas, siete de ellas niños o adolescentes, mueren a diario en EE.UU. por arma de fuego. Cada año hay alrededor de 13.000 muertos por esta causa. Un norteamericano tiene 25 posibilidades más de morir a tiros que un habitante de otros países industrializados.
El presidente Donald Trump fue uno de los primeros en tuitear tras la masacre, ofreciendo a los familiares de las víctimas oraciones y condolencias. Y añadía: “Ningún niño, ningún profesor, nadie debería jamás sentirse inseguro en una escuela americana”. Las oraciones y condolencias presidenciales son bienvenidas. Pero no bastan. Trump tiene en su mano impulsar nuevas políticas que limiten la posesión de armas en la primera potencia mundial. Sin embargo, no es previsible que lo haga. Recordaremos aquí que Trump recibió durante la campaña electoral donaciones millonarias de la National Riffle Association (NRA), el poderoso lobby armamentista, con cinco millones de asociados, que vela por la libertad de los norteamericanos para poseer y llevar armas, con el propósito de asegurarse la defensa propia, o los usos recreativos, y se opone a cualquier restricción. Incluida una mayor regulación de la venta de armas de guerra a particulares. O la necesidad de someter a análisis psicológicos a determinadas personas con deseo de comprar armas.
Es obvio que las raíces de la NRA en la sociedad norteamericana son profundas. Y que mientras mantenga su poder, sus relaciones y sus apoyos difícilmente se revertirá la situación. Aún así, se hace difícil aceptar que no hay más remedio que convivir con los devastadores tiroteos en escuelas. Y no menos difícil es aceptar la escalada armamentista que propone la NRA para contener la epidemia. Porque esta asociación no cree que lo apropiado sea combatir las armas con menos armas, sino con más. Por eso sugiere como medida de acción la presencia de agentes armados en las escuelas, para que puedan repeler a tiros ocasionales agresiones.
Nada permite atisbar una próxima solución a este problema. No la hubo, al menos, tras anteriores carnicerías. Pero es evidente que estos tiroteos reflejan, por un lado, un serio fracaso educacional de la sociedad norteamericana, donde bajo capa de cierta idea de libertad se propician masacres de jóvenes. Y, por otro, revelan un enorme fracaso de las políticas de seguridad gubernamentales, que toleran, por pasiva, 13.000 muertes violentas al año. No pocas de ellas, en escuelas.