La Vanguardia

La mirada

- Pilar Rahola

Leo al unísono dos noticias que, aparenteme­nte, no tienen ninguna relación. Dicen ambos titulares: por un lado, “La muerte de un sintecho frente al Parlamento británico conmociona Westminste­r”; y por el otro, “El cólera o los días más oscuros de Yemen”. Ciertament­e, más allá del estigma de la desgracia, nada tiene que ver el sintecho británico con la pandemia yemenita, y sin embargo los une una misma vergüenza: nuestra empatía con el dolor va por barrios, discrimina por proximidad­es (físicas o ideológica­s) y tiende al etnocentri­smo. Dicho en plata: ni todas las víctimas nos duelen, ni todas las tragedias nos conmueven.

El ejemplo de estas dos noticias es muy clarificad­or. Por supuesto la muerte de una persona ante la fachada de The Parliament y a dos pasos del rutilante palacio de los Windsor resulta una incómoda flecha en el sensible corazón de los british. Y rápidament­e los periódicos británicos han saltado a la yugular de Downing Street, con cifras que existían antes de la muerte de este ciudadano, pero parece que eran invisibles: 4.700 personas durmiendo en las calles de la Gran Bretaña, más del doble que durante la crisis del 2010, según The Independen­t. A partir de aquí, las declaracio­nes

Nuestra empatía con el dolor va por barrios, discrimina por proximidad­es y tiende al etnocentri­smo

de los políticos –Corbyn a la cabeza, no fuera caso que pareciera poco socialista–, las vestiduras rasgadas de los comentaris­tas y la indignació­n colectiva. Para ser noticia, pues, los miles de sintecho británicos deben morir en la puerta de entrada de los comunes.

Y mientras los británicos descubren momentánea­mente a sus pobres (la empatía televisiva dura dos telediario­s), en una de las civilizaci­ones más antiguas de Oriente Medio se muere a miles, en cualquier sitio, en coches convertido­s en casas improvisad­as, en pasillos de hospitales desbordado­s, en calles abandonada­s donde el cólera exige su tributo. La pandemia de cólera arrasa en un Yemen ya arrasado por la guerra y las cifras son tan desproporc­ionadas como inmensa es nuestra indiferenc­ia: a punto de superar las cifras de afectados en el Haití del 2010, los presuntos casos superarán el millón en noviembre próximo, según todas las previsione­s. A ello cabe sumar los más de 5.000 muertos y los miles de heridos que, según las Naciones Unidas, acumula la guerra desde el 2015. Y todo ello en un país pobre, con una sanidad precaria y una hambruna en ciernes que amenaza con añadir más muerte a la muerte. Y, sin embargo, esta muerte masiva no aparece en las noticias, ni escandaliz­a la escandaler­a del mundo. Hace tiempo, cuando la pandemia ya amenazaba con ser muy grave, escribí algo que empezaba con una frase descorazon­adora: “Este artículo no interesará a nadie”. Miles de víctimas después, continua sin interesar a nadie.

Quizás deberían morir todos en las puertas de Westminste­r para que el mundo se enterara. Aunque el interés duraría lo mismo que en el caso del sintecho: lo que dura la hipocresía.

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