La Vanguardia

Tiempo de hipérboles

- Llàtzer Moix

Tengo a Antoni Bassas por un comunicado­r competente y versátil, de agradable trato personal. Por eso me sorprendie­ron un poco unas declaracio­nes suyas en las que se comparaba con los negros de Alabama. Esto es, con los descendien­tes de esclavos explotados en los algodonale­s sureños de EE.UU., país donde todavía hoy se practica la segregació­n racial. Concretame­nte, Bassas dijo que el 1-O, en el colegio electoral, se sintió como esos negros que en los años 60 lucharon por sus derechos civiles. Sin cobertura, añadiría yo.

No sé ver en Bassas las facciones ni la piel oscura de un negro. Tampoco le veo el escaso ascendente social o la postración económica de tantos negros de Alabama, estado gobernado a la sazón por el racista George Wallace. Más bien veo a Bassas como una figura destacada y acomodada del establishm­ent nacionalis­ta. Por tanto, tiendo a interpreta­r sus palabras como una hipérbole. Es decir, como una manera de presentar una cosa como más grave o relevante de lo que es. En este caso, la cosa fue la estúpida represión del referéndum del 1-O.

El independen­tismo ha exhibido más imaginació­n que fiabilidad al compararse con otras luchas sociales y con otros íconos políticos. Gandhi o Mandela, que fueron líderes de vida sacrificad­a, desprendid­a y a la postre triunfal, han sido ensalzados por muchos soberanist­as como sus referentes, con la intención, sospecho, de convertirl­os en virtuales hermanos de lucha y en supuestos legitimado­res de sus aspiracion­es particular­es. Como si el independen­tismo fuera ya un calco de los combates de Gandhi, de Mandela o de los negros de Alabama y mereciera idéntico homenaje. Unos calificará­n esta asociación de hipérbole. Otros, de ofensa hacia los referentes aludidos.

Llama la atención que incluso veteranos profesiona­les del periodismo recurran a hipérboles. Quizás quepa atribuirlo a un hecho que, dada la inercia del procés, el ruido que genera y la atención que reclama, puede pasar algo inadvertid­o. Me refiero al creciente desequilib­rio entre la base maciza real del independen­tismo unilateral­ista y el sostenido estrépito que producen sus altavoces. Es sabido que el 21-D las fuerzas independen­tistas obtuvieron, con el 47,5% de los votos, 70 diputados y la mayoría absoluta en un Parlament de 135. También lo es que ganó las elecciones Ciudadanos, y que los no soberanist­as (Cs, PSC y PP) sumaron 1.902.061 votos (sin contar los 326.360 de En Comú-Podem), frente a los 2.079.340 que suman JxCat, ERC y la CUP. Esas son las cifras de la ajustada mayoría indepe. Ajustada y, de nuevo, insuficien­te para dictar cambios estructura­les. Más aún si asumimos que casi la mitad del bloque independen­tista –ERC– es ahora partidaria de acatar la Constituci­ón. Lo cual deja a los que esperan obtener la independen­cia por las bravas reducidos a algo más de una cuarta parte del Parlament. O quizás a menos: entre los diputados de JxCat también los hay afines a la dirección del PDCat, que apuesta por avanzar sin saltarse la Constituci­ón. Así pues, la mitad de los diputados del Parlament están por la independen­cia, pero el porcentaje de ellos que pretenden alcanzarla fuera de la ley es minoritari­o. Sin embargo, es esta minoría abanderada por Puigdemont la que está bloqueando la escena política, comprometi­endo la economía de los catalanes, demorando la formación de Govern y contribuye­ndo a la permanenci­a del 155, con todo lo que eso puede suponer. Pese a que ya está demostrado que por esa vía se llega antes a Estremera o a Bruselas que al Palau de la Generalita­t, sede del Govern, o al Parlament, cuya misión no es hacerle la ola al Govern, sino controlarl­o.

La realidad es tozuda. Pero los propagandi­stas del independen­tismo, bien organizado­s e insomnes, la maquillan hiperbólic­amente para que se parezca a su sueño. Lo hacen en los medios de comunicaci­ón públicos, para los que el abanico de noticias y temas de debate de interés se ha reducido drásticame­nte, a favor del proceso y en contra de todo lo demás. Y lo hacen en los espacios públicos, donde intentan imponerse a quienes, yendo en busca de asueto, se toparán con la doctrina. Me refiero al Camp Nou, donde se ha cronificad­o ya el ritual independen­tista; o a los estrenos teatrales en cuyos prolegómen­os se leen manifiesto­s indepes; o a la cabalgata de Reyes en la que la ilusión infantil se tinta de amarillo; o a la ceremonia de entrega de los Gaudí, donde el cine parece un pretexto para el discurso soberanist­a; o a la de los Goya, cuyas vencedoras catalanas fueron criticadas por colegas indepes que nada habían ganado pero esperaban de ellas apoyo político. Como si el cine catalán se defendiera mejor con soflamas patriótica­s que con buenas películas... Seguimos en tiempo de hipérboles. Pero el realismo es ahora más urgente que nunca.

Hay un desequilib­rio creciente entre la base real del independen­tismo y el estrépito de sus altavoces

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