Dios, armas y gais, las tres claves
Tras una reforma fiscal que favorece fundamentalmente a las grandes corporaciones y a los sectores más acomodados de la sociedad y el anuncio de las grandes líneas de un presupuesto con significativos recortes a las ayudas sociales, ¿cómo es posible que esa parte del electorado blanca, masculina, sin estudios superiores y con trabajos de escasa cualificación siga manifestando su apoyo al presidente Trump?
Para tratar de encontrar una respuesta nos remontaremos a un episodio de la campaña electoral del 2008, cuando Barack Obama disputaba la nominación presidencial del Partido Demócrata a Hillary Clinton. En vísperas de las primarias de Pensilvania, el futuro presidente se refirió a la clase trabajadora en las viejas ciudades industriales diezmadas por la pérdida de empleo en los siguientes términos: “Se amargan, se aferran a las armas o a la religión o a la antipatía hacia la gente que no son como ellos, o al sentimiento antiinmigratorio o al sentimiento anti libre comercio como una válvula de escape de sus frustraciones”.
La frase provocó una enorme polémica, pero, curiosamente, ayuda a explicar una década después dónde reside una gran parte del apoyo sociológico a Trump; en las tres ges, por sus letras iniciales en inglés: God (Dios), guns (armas) y gais.
En efecto, una de las claves de la victoria de Trump en el 2016 fue que le votara el 80% de la población blanca que profesa la denominación evangélica, la mayor en número de feligreses de la religión protestante. Con una interpretación a menudo literal, vengativa y apocalíptica de los textos sagrados, les repele lo que consideran degradación moral imperante desde la impía Nueva York hasta un Hollywood y un San Francisco que para ellos son el equivalente a Sodoma y Gomorra. El candidato Trump los mimó en la campaña, aunque es en cualquier caso curioso que su ídolo sea un tipo poco cercano a los templos y con una vida sentimental tan agitada, incluyendo una presunta relación con una actriz porno de nombre Stormy Daniels (Tormentosa Daniels).
Lo de las armas es ya muy cansino, si no fuera tan trágico, y hay que conocer a fondo la América profunda para encontrar una interpretación plausible a esta sinrazón. Pueden morir cuatro, cuarenta o cuatrocientas personas en el próximo tiroteo sin que en grandes zonas del país, desde Montana hasta Texas, de Virginia Occidental a Colorado, la población exija a sus representantes electos que restrinjan la venta de armas de fuego. La absurda pero implacable teoría es que los delincuentes siempre se harán con un arma, así que los ciudadanos que respetan la ley precisan de otra para defenderse. Trump se mostró en su campaña electoral como un apasionado defensor de la segunda enmienda de la Constitución, la que proclama el inalienable derecho a portar armas, ante el entusiasta aplauso –y el apoyo financiero- de la NRA, el lobby armamentístico.
Lo del prejuicio antigay es más sibilino –la homofobia en la Nueva York donde creció y prosperó Trump es un pecado capital–, pero de vez en cuando se produce algún guiño, como cuando pretendió prohibir la presencia de transexuales en el ejército o el Departamento de Justicia se personó en un tribunal federal para permitir que las empresas pudieran despedir a sus empleados por ser homosexuales. Esos gestos no tienen mucho recorrido legal, pero dejan claro qué piensa el primer mandatario.