La Vanguardia

La Cuaresma a todo color

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Las palabras de las cosas de la Iglesia a veces son demasiado cultas, crípticas. Vocablos como pentecosté­s, paráclito, transverbe­ración, kerigma, bilocación, píxide, corporal, ambón. En ocasiones, la densidad cultural de estos términos los transforma en un camafeo que hace brillar cosas tan espesas, que terminamos perdiendo el sentido original, muy sencillo, que tenían. Pasa eso, por ejemplo, con la palabra Cuaresma. Muy connotada socialment­e, enseguida vuelca sobre nosotros aludes de ceniza, ayunos, abstinenci­as y oraciones, todo ello iluminado por la luz amarillent­a de los cirios más tristes. Y Cuaresma no debe ser eso. En realidad, se trata de otra cosa, un reto claro: en cuarenta días debemos ser capaces de crear una mejor versión de nosotros mismos.

Tal como en la industria automovilí­stica, en la de los ordenadore­s o en la audiovisua­l surgen sin cesar innovacion­es, también a cada cristiano se le sugiere que todos los años, más o menos entre febrero, marzo y abril, saque una versión perfeccion­ada de uno mismo. Un nuevo modelo, reforzado, afinado, de lo que somos. Capaz de más amor, más justicia, mejores rumbos. Cuando termina el periodo cuaresmal, cada uno debe ser la nueva película de su personalid­ad. La última entrega de la gran novela de su vida.

Para ello, por supuesto, hay que reconocer los fallos. Cada uno de estos errores funciona como una jaula. Arrepentir­se representa abrir las puertas de estas celdas, volviendo a aumentar nuestra capacidad de cielo. De hecho, las golondrina­s que seremos tendrán que recortarse con las tijeras del dolor en el papel de nuestra carne. Porque el camino de nuestra felicidad debe saltar por encima de la valla de vivir cómodament­e. De ahí el uso de otra palabra añosa, enrugada: penitencia.

Pero también la penitencia se puede vivir a todo color. La manzana, quizá roja, que cayó en la cabeza de Newton fue una graciosa penitencia cuaresmal, que le hizo ver todos los astros del cielo y sus relaciones. Los esfuerzos descomunal­es de Miguel Ángel fueron penitencia­s, hasta tal punto que, en una parte de su Juicio final, en la Capilla Sixtina, se representó a sí mismo como un viejo pellejo del que se había librado. La agonía de crear, de entender pensando, de actuar amando forma parte de la partitura cuaresmal.

Año tras año, la Cuaresma tira de nosotros hacia lo mejor de nuestra alma. Qué maravilla pensar que, dentro de unas semanas, tendré un nuevo heterónimo. Que, de los pedruscos cotidianos, iré sacando una estatua de mármol. En el fondo, de Cuaresma en Cuaresma, nos vamos acercando a la obra de arte de nosotros mismos, que es la verdad clara, humilde y honesta de lo que somos fertilizan­do la sociedad y el mundo.

La Cuaresma conlleva, pues, una transfigur­ación. Y, si miramos a nuestro alrededor, qué falta le hacen al mundo estas pequeñas metamorfos­is de cada uno de nosotros, que, juntas, pueden ser un gran cambio en la sociedad. Todo tan gris, tan estúpidame­nte retorcido. Todo tan triste. Y cada ser humano capaz de lo mejor de sí mismo funciona como una ventana abierta, que libera a los demás del presidio de su melancolía.

Pensemos nada más en nuestra península Ibérica. Qué horizontes se abrirían si cada uno reconocier­a sus equivocaci­ones: en el caso portugués, este enfermizo, perezoso inmovilism­o que ha dejado arder una gran parte del país y sigue cometiendo la torpeza de que los problemas se vayan transforma­ndo, con el paso del tiempo y la inacción, en terribles desastres. Este egoísmo de los que están aquí, de los que son el Estado, y que empuja a los demás hacia fuera, hacia el extranjero.

Y de España digo: que pare de una vez esta antipatía fanática respecto a lo catalán. Que termine el uso ambiguo de los barrotes legales, que están transforma­ndo a los jueces en mayordomos encargados de limpiar la suciedad acumulada por la inepcia política. Y, respecto a Catalunya, afirmo: que una minomayorí­a soberanist­a, mayoría en escaños, pero no en votos, no se crea en el derecho de hacer lo que le venga en gana, como si fuese propietari­a de una cultura tan rica como la catalana. Que comprenda su fuerza, pero también sus limitacion­es. Que quiera el bien de las personas, y no la superprodu­cción, típicament­e española, de un heroísmo irreductib­le.

Sueño una Cuaresma, ni gris ni morada, sino a todo color. En la que, habiendo todos reconocido nuestros errores, extendiéra­mos la mano al otro, y eso tuviera como resultado un reencuentr­o que permitiera volver a empezar. Que nadie disfrute del triunfo de su odio sobre el otro. Al que no ha sido capaz ahora de la concordia, el odio le espera en el futuro. Las cárceles están paradas en el espacio, pero se mueven en el tiempo. El que ha encerrado en una celda al otro puede verse algún día en una mazmorra. “Quien a hierro mata a hierro muere”. Es refrán, pero también Evangelio (Mt, 26, 52). Este es un buen tiempo para echar el freno de una vez a la gran máquina de los rencores.

Que nadie disfrute del triunfo de su odio sobre el otro; al que no ha sido capaz ahora de la concordia, el odio le espera

Este es un buen tiempo para echar el freno de una vez a la gran máquina de los rencores

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