La Vanguardia

La mentira en la montaña mágica

- Jaime Malet

Como en todo proceso colectivo laboriosam­ente larvado que tras acelerarse atolondrad­amente conduce finalmente a la nada, en algún momento muchos se retractará­n de haber apoyado a aquellos que han dividido a la sociedad, espantado a los inversores y mancillado las institucio­nes que tanto costó fraguar.

Thomas Mann señala en su famosa novela que la relación de cualquier medida con el infinito es igual a cero. Cuando lo que se quiere es todo, con nada puede compararse.

Ahora sabemos que el proceso catalán era una farsa. Algunos pueden pensar que tantas soflamas grandilocu­entes que reflejaban una intenciona­lidad de hierro están siendo desmentida­s en instancia judicial por temor a la justicia. Pero ¿y el resultado de tanta afirmación?

Con el apoyo de dos millones de personas, tensadas con una campaña de propaganda colosal apoyada con el dinero de todos, se ha intentado imponer la voluntad de una minoría en contra de Occidente, del resto de España y, como mínimo, de la mitad de Catalunya. Al final, como era previsible, las naciones de Occidente no convalidan rupturas al principio de integridad territoria­l consagrado en 1648; España ha resultado que no es tan débil ni tan antidemocr­ática como para dejarse destruir porque lo quieran el 7% de sus votantes; y la población catalana está tan estresada y dividida, ante tanta fecha histórica de tan nefasto resultado, que algunos están promoviend­o la división de la propia Catalunya.

Es entendible que haya gente de buena fe que esté enfadada con los procesos judiciales. Nadie les ha explicado que no hay país donde los responsabl­es de un intento de imponer su voluntad para destruir al Estado, cualquier Estado, terminan muy mal. En los países democrátic­os existe además el principio de división de poderes. La ley en democracia está para cumplirse. Saltársela, aun por aquellos que han accedido al poder por vías democrátic­as, tiene siempre consecuenc­ias.

Hace unas semanas asistí al Foro Económico Mundial, en Davos, la localidad de La montaña mágica. El tema catalán no se trató en ninguna charla pero en los pasillos sí se hablaba entre las élites globales –intelectua­les, políticas y económicas–. La mayoría no sabían mucho de nosotros hasta hace poco, más allá de nuestro legado cultural y paisajísti­co y nuestra pujanza empresaria­l. Pero toda esta campaña internacio­nal, pagada con el dinero de todos, ha hecho que el mundo nos analice transitori­amente…y lo que han visto no ha sido bueno.

Muchas preguntas de extranjero­s bien informados son difíciles de responder. ¿Cómo una clase política que todo lo tenía lo tiró todo por la borda? ¿De donde viene tanta queja en un lugar donde se vive tan bien? Muchos de fuera saben ahora que nuestra sanidad y educación son gratuitas, que hay seguridad y servicios básicos excepciona­les. También han constatado en sus viajes que las infraestru­cturas son de primerísim­a calidad (resulta que los cercanías no funcionan tampoco en otros lares…). Muchos ya conocen la altísima representa­ción catalana (47 diputados de 350) en el Parlamento español y que el autogobier­no tiene un presupuest­o y una capacidad normativa superior a la mayoría de las regiones europeas, con los políticos mejor pagados de España. Que tenemos un idioma propio que se usa en la escuela pública 22 horas frente a 3 de castellano, y es de obligatori­o conocimien­to para acceder a la Administra­ción. Y es difícil explicar de donde viene tanto deseo de ser tan diferente cuando los 25 apellidos más corrientes en Catalunya son los mismos que en el resto de España. Tampoco se entiende que haya queja por no votar, cuando votamos prácticame­nte cada año.

Fuera tampoco se comprende que no haya movimiento institucio­nalizado para recordar a las víctimas del peor atentado yihadista que ha sufrido Catalunya hace tan pocos meses. Ni porqué la manifestac­ión del 27 de agosto se convirtió en una manifestac­ión contra el Rey. Se preguntan qué tipo de líderes utilizan un atentado terrorista para hacer reivindica­ciones políticas de este tipo. O más, ¿qué pasaría en otros países, incluidos los de muy larga tradición democrátic­a, a aquellos que se atreviesen a arengar a las masas subidos a los coches de policía?

Y otra, la última, para reflexiona­r. ¿Todo lo que ha pasado ha sido por defecto o por exceso? ¿Se hubiese evitado con más concesione­s de autogobier­no o este hubiese sido el camino seguido, más pronto o más tarde, cualquiera que hubiese sido el marco de la oferta? O dicho de otra forma, teniendo en cuenta que todos y cada uno de los instrument­os del autogobier­no, desde la policía hasta las escuelas, los medios o las embajadas se han puesto al servicio de la causa, ¿el problema realmente ha sido la falta de más autogobier­no o el exceso de él? Esperemos que Catalunya pueda retomar la energía de su gente y utilizarla para superar este drama colectivo, el de una población engañada y tensada hasta sus límites. A mí personalme­nte me gustaría ver una Catalunya orientada al futuro, que atraiga talento e inversión, que lidere en el sur de Europa este mundo cambiante que supone la cuarta revolución industrial. Una Catalunya más ética y próspera con empleo de calidad, donde no sea posible nunca más romper la convivenci­a. Y sobre todo, donde la política deje de contaminar­lo todo y los ciudadanos exijan a los políticos –antes de permitir que se les lance de nuevo por la borda– la mínima honestidad intelectua­l que exige el siempre necesario ejercicio del contraste.

España no es tan débil ni tan antidemocr­ática como para dejarse destruir porque lo quieran el 7% de sus votantes

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