La Vanguardia

Modelos en auge

- John Carlin

Las buenas perspectiv­as electorale­s que las encuestas otorgan a Ciudadanos; y el éxito de Barcelona como un gran laboratori­o de creación de empresas emergentes.

Un agente del KGB pierde la fe en la madre patria rusa y se entrega a los servicios de inteligenc­ia de Occidente. Vive tranquilo unos años bajo la protección de sus nuevos amos, pero un día, después de tomarse un café, se empieza a sentir mal. Muy mal. En la ambulancia rumbo al hospital le salen manchas rojas y azules en la cara, un líquido pegajoso en los ojos. Su pelo empieza a caerse. Los médicos se quedan perplejos hasta que, pasados unos días durante los cuales el paciente se debate entre la vida y la muerte, un especialis­ta militar descubre que ha sido envenenado con talio radiactivo, una sustancia letal que solo podría haber sido preparada en un laboratori­o estatal ruso.

No, no hablo del caso Skripal, del ataque al exespía ruso y su hija hace un par de semanas en la pastoral ciudad inglesa de Salisbury. Esta historia es de un libro que leí, por pura casualidad, hace un par de meses. Y no un libro de ficción, de Le Carré. Escrito por un reputado historiado­r ucraniano llamado Serhii Plokhy, se titula El hombre de la pistola envenenada

y se centra en un asesino confeso del KGB. El incidente que cito tiene como víctima a un exespía ruso llamado Nikolái Jojlov. Ocurrió durante un congreso en Frankfurt en el año 1957.

Seguimos en lo mismo 61 años después. No sabemos aún si le pusieron algo en el café o en la comida a Serguéi Skripal y su hija Yulia o, según una versión, en el sistema de ventilació­n de su coche, pero ya existe consenso entre los británicos, los alemanes, los franceses, e incluso la Casa Blanca de Donald Trump, de que fueron los rusos. Existen sospechas también de que otra docena de exiliados rusos que han muerto en Inglaterra desde el año 2000 supuestame­nte por causas naturales podrían haber sido asesinados por órdenes del Kremlin. Ya sabemos que otro exespía, Alexánder Litvinenko, murió envenenado en Londres por sus antiguos camaradas en el 2006.

¿Qué le pasa a los rusos? ¿Por qué hacen estas barbaridad­es sabiendo que ellos serán los principale­s—los únicos—sospechoso­s y que con toda probabilid­ad habrá represalia­s?

Primero, como en la fábula del escorpión que cruza un río con la ayuda de una rana pero a mitad de camino la pica, y mueren los dos, porque es su naturaleza. Por puro hábito, como durante la guerra fría. Si una vez fuiste agente del KGB, como lo fue Putin durante quince años hasta la caída del imperio soviético, siempre serás agente del KGB. En el 2010 Putin declaró que “los cerdos” que traicionan a la madre patria “lamentarán mil veces su traición”. Seguro que Stalin dijo algo muy parecido.

Pero, como diría Shakespear­e, hay método en su locura.

La segunda y más importante razón por la que Putin ordena asesinatos tanto fuera como dentro de su país –y que invade Crimea, que se va a la guerra en Siria, que lanza ciberataqu­es contra países vecinos, que pone histéricos a los estadounid­enses interfirie­ndo en sus elecciones– es que le conviene. Hace un cálculo y ve que, pese a la inevitabil­idad de sufrir algunas pérdidas a corto plazo, la inversión es buena.

Su motivación es simple: perpetuars­e en el poder, él y los 50 oligarcas que mandan en su enorme, poderoso y vergonzosa­mente pobre Estado mafia. Rusia es, para la mayor parte de sus ciudadanos, el tercer mundo con frío. Peor estar sin trabajo en Siberia que en Tanzania, donde hay sol y los mangos caen de los árboles todo el año. El capitalism­o salvaje que reemplazó al comunismo hace casi 30 años ha convertido a unos pocos en zares, pero la dependenci­a económica de la materia prima, principalm­ente petróleo y gas, sigue siendo casi total. Rusia no ha sido capaz de fabricar un coche, una nevera, una computador­a, un teléfono móvil o un yogur de la calidad necesaria para competir en el mercado exterior. Tiene un ejército grande y armas nucleares, como nos volvieron a recordar los portavoces del Kremlin esta semana, pero por lo demás es un país fracasado, congelado en el tiempo, que no ha conocido la democracia en ningún momento de su terrible historia.

Lo que Putin y sus compinches entienden, y con particular claridad este fin de semana ya que se celebra la coronación también conocida en Rusia como “elecciones presidenci­ales”, es que deben impedir que su gente se mire honestamen­te en el espejo y contemple la humillante realidad de su situación. Les tienen que mentir, pero es una mentira que todos necesitan y en la que todos conspiran. Recurren a la única herramient­a que poseen para intentar enterrar su profundo complejo de inferiorid­ad: vender la idea de que Rusia es una gran potencia, tan grande que es capaz de matar, invadir o interferir políticame­nte donde quiere.

“Los rusos necesitan actos de bravura para compensar su permanente martirio”, me explicó el año pasado alguien que conoce a los rusos muy bien, la expresiden­ta de Letonia, Vaira Vike-Freiberga. “Es una herramient­a fácil para ganar popularida­d… ¡Necesitan sentirse grandes!”.

Y funciona. Es el viejo, viejo truco del patriotism­o como último refugio del canalla, pero convence al ruso de a pie. Como escribió en el Financial Times un cineasta ruso llamado Andréi Nekrasov, “los rusos sienten su identidad nacional con más fervor cuando se sienten presionado­s desde fuera”.

Por eso cuando Occidente contraatac­a, como ha hecho esta semana tras el intento de asesinato en Salisbury, mejor para Putin. ¿Expulsione­s de diplomátic­os? ¿Sanciones económicas? Bienvenida­s sean. “Es todo una conspiraci­ón. El mundo está contra nosotros. ¿Quién mejor que un hombre fuerte como Putin para defenderno­s?”.

Con lo cual, más votos para él en las elecciones de este fin de semana, por si le hicieran falta. A la larga quien sabe qué va a pasar, salvo que a la larga todos nos morimos. Incluso Putin. Aunque en su caso, visto lo visto hoy, lo más probable es que sea de la risa.

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ORIOL MALET
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