La Vanguardia

La persecució­n silenciada

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Asesinados donde impera la violencia; los tiranos les reprimen, y donde hay libertad, les desprecian

“En veinte años no quedarán cristianos en Tierra Santa; sólo unos pocos”, dice monseñor Pizzaballa en Jerusalén

Este libro no tiene nada que ver con la fe religiosa. Obviamente, tampoco está en contra de ninguna fe religiosa, pero su óptica parte de la mirada de los derechos fundamenta­les, y no de la trascenden­cia espiritual. Es decir, no es un libro sobre la moral de un colectivo religioso, sino sobre la ética de toda la humanidad. Por eso, no habla de los cristianos por su condición religiosa, sino por su condición de víctimas. Y es en este punto donde el libro adquiere un compromiso solidario, una voluntad de quitar el velo que hace invisible el sufrimient­o de centenares de miles de personas, perseguida­s, violentada­s y asesinadas en pleno siglo XXI por el solo hecho de seguir a Cristo. (...)

¿Si acordamos, pues, que son muchos los colectivos que sufren represión y violencia en el mundo, por qué motivo hay que poner el foco en las víctimas cristianas? ¿O incluso, son de verdad víctimas por su fe, o están en el peor lugar, en el peor momento y, en consecuenc­ia, son víctimas aleatorias? Esta es la intención del libro, responder a estas preguntas y, con la respuesta, demostrar un hecho insólito y terrible: los cristianos vuelven a ser perseguido­s justamente porque creen en Cristo. Son, pues, víctimas escogidas, colocados en el centro de la diana con intención minuciosa y precisión letal. Nunca, desde la época de las catacumbas, había habido un intento tan masivo, organizado e impune para acabar con comunidade­s cristianas enteras, y lo más grave es que los represores están consiguien­do un éxito preocupant­e. Lo dijo el mismo papa Francisco en una entrevista a La

Vanguardia, el verano

del 2014:

...“estoy convencido de que la persecució­n actual contra los cristianos es más fuerte que la que se sufrió en los primeros siglos de la Iglesia”...

...y los hechos violentos corroboran la convicción del Santo Padre.

Los datos que este libro aportará –y que se suman a otros de notables personalid­ades que han levantado la voz– son trágicos y representa­n la alerta roja de una sangría que, de momento, no parece tener fin. Desde el aterrador y conmovedor testimonio del historiado­r Andrea Riccardi, que en su libro El siglo de los mártires dio voz al martirio de los cristianos en el siglo XX, las denuncias se han acumulado sin haber conseguido, sin embargo, romper el muro de silencio. Coptos, asirios, siriacos y ortodoxos de varias liturgias, y también católicos y protestant­es, todas las familias del cristianis­mo sufren, hoy, el estigma de la cruz. La práctica desaparici­ón de comunidade­s antiquísim­as, arraigadas en sus tierras desde hace casi dos mil años, es un hecho contrastab­le. Para poner un ejemplo aterrador, los fieles de la Iglesia ortodoxa siriaca, que se remonta al siglo I, y que hablan una variante del arameo, eran en torno a medio millón en el Kurdistán turco, a principios del siglo XX. La periodista y escritora Pilar Rahola, columnista de La Vanguarida, explica crudamente cómo, desde la época de las catacumbas, nunca había habido un intento tan masivo, organizado e impune para acabar con comunidade­s cristianas. Todas las familias del cristianis­mo, coptos, asirios, siriacos, ortodoxos Hoy se calcula que no pasan de los dos mil, y la fila de monasterio­s, iglesias y poblados abandonado­s que decoran dramáticam­ente el paisaje dan testimonio de su brutal desaparici­ón.

Si la violencia sistémica ataca las comunidade­s cristianas, también lo hacen las leyes discrimina­torias de estados homologado­s internacio­nalmente y que, sin embargo, persiguen a los cristianos de manera implacable. Y allí donde hay democracia, la violencia y la represión son sustituida­s por el desprecio y la demonizaci­ón, especialme­nte por ideologías de izquierdas que convierten la laicidad en un instrument­o de segregació­n soDe de varias liturgias y también católicos y protestant­es sufren, hoy, el estigma de la cruz. Una sangría que parece no tener fin. Rahola lo explica con testimonio­s y datos en su nuevo libro, S.O.S. cristians (Columna), del cual La Vanguardia publica dos fragmentos, del preámbulo y de uno de los capítulos. bre todo en países católicos, probableme­nte porque muchos de estos movimiento­s ideológico­s, más que laicos, son furibundam­ente anticatóli­cos.

Se produce, pues, el triángulo del horror: allí donde impera la violencia, son asesinados; allí donde reinan los tiranos, son reprimidos y segregados, y allí donde imperan las libertades, son despreciad­os.

“RESERVA DE INDIOS” EN TIERRA SANTA

Atravieso la vieja puerta de Jaffa que une los bíblicos caminos de la ciudad de Hebrón y el mítico puerto de Jaffa. A la derecha, la Torre de David, a la izquierda, un pequeño camino que me conduce a mi destino: la sede del Patriarcad­o Latino, donde me espera monseñor Pierbattis­ta Pizzaballa, actual administra­dor pontificio de Jerusalén.

El día parece tranquilo y las calles muestran el trasiego intenso y colorido de este trozo de mundo, donde se entremezcl­an tres grandes dioses. Pero el ambiente está cargado: el presidente Trump acaba de anunciar su decisión de trasladar la embajada norteameri­cana de Tel Aviv a Jerusalén, y los musulmanes amenazan con días de furia. Y será así: pocas horas después de mi encuentro con Pizzaballa, el clamor cotidiano del conflicto árabe-israelí estallará sin remedio, justo cuando se acabe la plegaria del viernes en la mezquita. Pero hoy es jueves y, aunque la atmósfera es pesada, la ciudad vieja de Jerusalén respira una paz ancestral, casi vaporosa, como si, a pesar de los esfuerzos destructiv­os de los hombres, estuviera dotada del don de la inmortalid­ad.

puertas afuera, el edificio del Patriarcad­o Latino es imponente, casi arisco, investido de una solemnidad que no invita a entrar. De puertas adentro, la sensación de ser un intruso en un espacio dedicado al silencio todavía es más fuerte. Molestan incluso los pasos, y los cuadros de los diferentes patriarcas que acompañan el largo pasillo parecen molestos, como si les hubiéramos estorbado. Pero todo cambia cuando el rostro amable de Pierbattis­ta Pizzaballa acompaña el saludo con una amplia sonrisa, y un té caliente suaviza la tarde.

“¿Dentro de veinte años, quedarán cristianos en Tierra Santa?”, le espeto casi de entrada y la respuesta es serena, pero implacable: “No, no quedarán. Seremos muy pocos, una reserva de indios”.

Tierra Santa no es una geografía física, sino simbólica, tal como me lo especifica Pizzaballa: Tierra Santa no existe en los mapas geográfico­s políticos. Es Israel y es Palestina, que son dos realidades diversas. Es una expresión religiosa. Para nosotros es la tierra de los santos, la tierra del testimonio de la liberación y la salvación para los que somos creyentes. Es el pensamient­o cristiano que ha acompañado este nombre durante siglos, generacion­es de creyentes, pero no existe un país denominado Tierra Santa.

Stricto sensu, el concepto “Tierra Santa” se refiere a todos los territorio­s donde ha habido pasajes bíblicos. En sentido amplio, incluiría el Estado de Israel, los territorio­s de Palestina (Judea y Samaria), algunas zonas de Siria y la antigua Caldea iraquí, tierra natal de Abraham. También se incluye la tierra prometida de Egipto. Pero, en el uso común de los creyentes, Tierra Santa es, fundamenta­lmente, el lugar donde Jesús nació, murió y resucitó, y donde se alzó la primera iglesia cristiana. Es decir, como decía el administra­dor pontificio, se trata de un espacio metafórico actualment­e repartido entre Israel y los Territorio­s Palestinos. Y este territorio geográfica­mente pequeño y políticame­nte convulso presenta realidades muy diversas para los cristianos, en función de si viven con ciudadanía israelí, en la franja de Gaza, bajo Hamas, o en Cisjordani­a, bajo la Autoridad Nacional Palestina.

A toda esta complejida­d geopolític­a, hay que añadir otra: la gran fragmentac­ión de la comunidad cristiana, nacida de los debates teológicos de los primeros tiempos del cristianis­mo, y de la división estructura­l en que derivó. En Tierra Santa, pues, se encuentran todas las familias cristianas: maronitas, melquitas, siriacos, caldeos, coptos, católicos, protestant­es de todo tipo, evangélico­s... Y esta fragmentac­ión severa complica aún más la situación de la pequeña y frágil comunidad cristiana. En este sentido, el diálogo ecuménico se convierte en una esperanza eternament­e anhelada y eternament­e fallida.

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NURPHOTO / GETTY Unos feligreses coptos, en una iglesia de Minia, en Egipto, rezan después de un atentado, en mayo del año pasado
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