Puigdemont contra santo Tomás
Pocos días después de la destitución del Govern el 27 de octubre, un destacado miembro del denominado Estado Mayor del proceso confesaba en plena calle que el independentismo se enfrentaba a una batalla de “una década, quizás más”, y que debía plantearse desde el reconocimiento de las fuerzas de cada una de las partes. Sorprendía la franqueza, con los Jordis ya en prisión y Puigdemont instalado en Bruselas, porque la hoja de ruta diseñada tuvo muchas versiones, pero nunca una perspectiva que fuera más allá de aquellos 18 meses iniciales. Mucho menos una década.
Entonces y ahora, se impone el cortoplacismo. A punto de cumplir los tres meses de las elecciones, sin president en el Palau de la Generalitat ni Govern, el bloque independentista se mueve entre los que quieren “hacer república” (ERC), hacer “la” república (Puigdemont) o los que no hacen porque ya “son república” (la CUP). La semántica no lo explica todo, pero sí pone en evidencia las raíces del actual bloqueo.
Puigdemont ha puesto su Casa de la República en marcha en Waterloo, pero necesita controlar el discurso político de los socios porque en cuanto el Govern entre en funcionamiento en Catalunya perderá cuota de intervención. El reparto pactado entre Junts per Catalunya y ERC deja el 80% del presupuesto social en manos de los republicanos, que –con permiso de las causas judiciales o por obligación– han reconvertido el proceso y la declaración de independencia en su “hacer república” particular, pero que no podrá ser más que gestionar el autogobierno.
ERC cree que la gestión les convertirá a medio plazo en lo más parecido a la exitosa Convergència de los años ochenta mientras que sus socios de JxCat y PDEcat invierten tiempo y esfuerzos en batallas internas. Para algunos exdirigentes de CDC, la relación entre el círculo de Puigdemont dentro de JxCat y el PDECat sigue el guion de El señor de las moscas y, tras las últimas escaramuzas públicas, el diagnóstico que trasladan es de lo más simple: si se creó el PDECat para acabar con CDC y Junts per Catalunya para acabar con el PDECat, es que “algo no se hizo bien”. Si ahora se pone sobre la mesa un Junts per la República se olvida el porqué de la lista de Puigdemont y el sacrificio del partido. Es el enésimo “ejercicio de memoria selectiva” del proceso, admiten incluso quienes impulsaron la candidatura entre bambalinas en diciembre.
Mientras, la investidura sigue sin resolverse y la CUP sin incentivos para moverse de la abstención. Los últimos contactos de JxCat con los anticapitalistas buscan la cesión de dos votos para evitar la renuncia de Puigdemont y Comín a sus escaños. La operación ni saldría gratis ni tiene garantías de éxito, así que con el plan C listo para activarse a partir del miércoles, tras el paso de Sànchez por el Supremo, las miradas volverán a apuntar a la Casa de la República.
“Estamos llegando al final de la calle”, admiten en el entorno de Puigdemont. Y no hay salida: Jordi Turull será con toda probabilidad el sustituto “porque le toca”, aunque se agite una falsa e interesada contestación interna; y la posibilidad de que los dos diputados de Bruselas renuncien para evitar elecciones está sobre la mesa, aunque eso, confiesan, “como santo Tomás, hasta que lo vea…”.
ERC cree que la gestión la hará parecerse a la exitosa CDC de los ochenta mientras que JxCat invierte tiempo y esfuerzo en batallas internas