La Vanguardia

La isla primigenia

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Uno de los tópicos más representa­tivos de la tradición occidental es el de la isla. Está presente en los relatos fundaciona­les de la literatura, en las leyendas medievales, como en la de Montsalvat, es el lugar elegido por la Utopía de Moro o la Atlántida de Bacon. Las islas emergen de nuevo en textos fundamenta­les de la literatura decimonóni­ca, en Melville, en Stevenson o en Defoe. Y se reescriben de otro modo en el siglo XX, como en el Macondo de García Márquez, “rodeado de agua por todas partes”, o llega al XXI en el libro más traducido de la literatura catalana. Me refieroa La piel fría de Sánchez Piñol, por no extenderme con otros ejemplos.

La insularida­d ha constituid­o un espacio clave en el imaginario occidental ligado, en primer lugar, a las referencia­s paradisiac­as, que hoy tienden a mermar. No sólo porque ha mermado la cultura humanístic­a –y de qué modo–, sino porque los avances técnicos han hecho posible que las islas, incluso las más remotas, sean ya cercanas. Ahora están al alcance de unas pocas horas de avión y, abarrotada­s de turistas e incluso contaminad­as, han perdido la magia y el misterio que un día las hizo tan atractivas. Sin embargo, a esa magia y a ese misterio suelen aludir todavía los folletos turísticos cuando tratan de captar clientes para las Fiyi, Phuket, Seychelles o las Maldivas, como últimos residuos de un motivo ancestral, hoy en trance de desaparece­r o de banalizars­e en aras del consumismo turístico. Una profusión de imágenes insiste en su atractivo suplantand­o las palabras que, durante siglos, se refirieron a esos paraísos aislados, en los que la felicidad parecía al alcance de cualquiera que los visitara. Por eso, desde los tiempos remotos, en los que situamos a Ulises y los argonautas, hasta no hace mucho, los viajeros que llegaban a las islas, tal vez incluso sin saberlo, se preparaban para ir al encuentro del edén primigenio, gracias a una imaginació­n bien dispuesta, que guiaba su mirada para observar y reconocer cualquier vestigio de ese paisaje ideal abolido.

Las islas, como espacios cerrados y separados del continente por el mar, que las abraza por entero, han sido identifica­das con el paraíso, que presupone un lugar y un tiempo determinad­os: la época en que aún no habíamos sido expulsados del Edén, presente tanto en fuentes bíblicas como en otros textos, rememorado por el mito de la Edad de Oro. Un referente fundamenta­l en la cultura de Occidente, al que aluden diversos autores clásicos. Una época dichosa en que, como recuerda don Quijote a los cabreros, las palabras tuyo y mío eran ignoradas y para obtener el sustento solo había que “alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas. […] Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían”.

El discurso quijotesco de la Edad de Oro, trufado de lugares comunes provenient­es de la literatura clásica, que Cervantes conocía bien, olvida, no obstante, uno: el motivo de la navegación y en consecuenc­ia del viaje como causa del desmoronam­iento de aquella sociedad idílica, a la que se refieren Tibulo, Ovidio o Virgilio. Cervantes, tal vez porque considera que “las grandes peregrinac­iones hacen a los hombres discretos”, como leemos en El licenciado Vidriera, excusa poner en boca de don Quijote el denuesto de “la perversa nave”, a la que también culpa Séneca de la pérdida de aquella edad dorada.

Convienen, pues, los clásicos en que, a partir del momento en que la nave surque las olas desafiando los mares hacia tierras ignoradas, el equilibrio del mundo basado en el aislamient­o se romperá, porque los viajeros pondrán en contacto ámbitos desconocid­os entre sí. La época dorada y los siglos dichosos de los que habla don Quijote dejan de serlo cuando se transgrede­n los límites que preservan el espacio propio y se sale de él, en un impulso de extralimit­ación y de búsqueda que implica el viaje. La curiosidad y la ambición traen aparejados tanto la pérdida del bíblico paraíso terrenal como la del mito de la Edad de Oro con las seguridade­s que ambos comportan y, a la vez, conllevan la infinita añoranza del lugar primigenio perdido, cuya caracterís­tica principal consiste en su aislamient­o. Es quizá esa añoranza la que impulsa todavía al viajero hacia el espacio insular, paradójica­mente, gracias a la navegación que antes motivó su quebranto.

A veces, cuando trato de explicarme las razones de los intereses independen­tistas, que no consigo comprender, pese a los esfuerzos por explicárme­las de algunos amigos que sí las defienden, recurro a ese mito de la Edad de Oro, al territorio de la insularida­d preservada que dejó de serlo en el momento en que “la perversa nave” se hizo a la mar. Me pregunto si no será la infinita nostalgia de ese pasado ancestral lo que en buena medida subyace a la utopía nacionalis­ta de las pequeñas naciones europeas sin estado que tratan de volver inútilment­e a la perdida ínsula primigenia.

Cuando trato de explicarme las razones de los intereses independen­tistas, recurro a veces al mito de la Edad de Oro

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RAÚL

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