Sin gobierno
He perdido la cuenta de los presentadores en pantalla con lágrimas en los ojos. Los presentadores de televisión también lloran. Se les resquebraja la presa de la emoción, la garganta se constriñe, tiembla el mentón, brota la lágrima. Verles llorar nos complace, porque alguien que llora es siempre uno de los nuestros. Los presentadores lloran por el trágico final del niño Gabriel (el Pececito, sobrenombre de por sí conmovedor), si bien cuando alguien llora es imposible saber por qué llora, porque lloramos un poco por nosotros mismos, como escribió Homero sobre las plañideras de Patroclo. El llanto es el mensaje. Cuando ya nada añaden las palabras, quedan el silencio, la mirada y el llanto. Pero sucede que las lágrimas televisadas son para los políticos lo que la sangre para los tiburones: un fluido excitante y suculento, un cebo que exacerba hasta la ciega dentellada. Los políticos –todos los políticos, y también tantos periodistas doblados de agentes políticos de cada cual su sacrosanta causa– han visto las lágrimas en pantalla y han sentido en sus mandíbulas la enardecedora pulsión de morder, de desgajar con codicia y avidez un buen bocado del palpitante y conmocionado cuerpo electoral. Sus motivos tendrán para creer que pueden llevarse una buena tajada moviéndose así en las aguas del llanto y el espanto. Sus motivos tendrán con los demás, pero no conmigo. La televisión emite lo que emite –docenas de horas sobre detalles del caso– porque sabe que muchos van a mirar (Sálvame ha liderado la tarde con su oportunista viraje a la
Las lágrimas televisadas son para los políticos lo que la sangre para los tiburones: enardece
crónica negra), y los políticos teatralizan el malestar que nos hemos autoinoculado mirando la tele. Entiendo y disculpo el llanto del periodista desbordado y abomino del político pícaro que quiere burlarse de mi inteligencia. No merece mis contraargumentos, sólo mi espalda. Pero soy optimista: avanzaremos como sociedad pese a nuestros mezquinos políticos y sus corifeos en tertulias. Me gusta pensar que las sociedades avanzan cuando sus políticos duermen. Y ya empiezo a convencerme de que lo mejor es no tener gobiernos. Estamos en ello, y empieza a parecerme la mar de bien. Aunque sea sólo sea para acostarme sin sentir la vergüenza ajena y colectiva que provocan los gobiernos y los que quieren serlo, los gobiernos en activo y en ciernes, los presenciales, los interinos, los virtuales y los mediopensionistas.
Estoy desolado, porque José María Íñigo ha declarado que no participará este año en la transmisión televisiva (La 1) del Festival de Eurovisión. Desaparecido Uribarri, Íñigo era mi principal aliciente para asistir a esta trasmisión, por su actitud displicente y perdonavidas –con los cantantes, los jurados, los países, el festival, Europa y el globo terráqueo–, por su infinita fatiga existencial, que tan bien encajaba en este acontecimiento recurrente que es la cifra de los vicios europeos: la autocomplacencia en la molicie, la inane redundancia, la mascarada y la decadencia (parezco Puigdemont). Aunque sea sólo por mí, querido Íñigo, aunque sea sólo por este año, por un rato: vuelve. – @amelanovela