La Vanguardia

Sin gobierno

- LLANTO Y VERGÜENZA. Víctor-M. Amela

He perdido la cuenta de los presentado­res en pantalla con lágrimas en los ojos. Los presentado­res de televisión también lloran. Se les resquebraj­a la presa de la emoción, la garganta se constriñe, tiembla el mentón, brota la lágrima. Verles llorar nos complace, porque alguien que llora es siempre uno de los nuestros. Los presentado­res lloran por el trágico final del niño Gabriel (el Pececito, sobrenombr­e de por sí conmovedor), si bien cuando alguien llora es imposible saber por qué llora, porque lloramos un poco por nosotros mismos, como escribió Homero sobre las plañideras de Patroclo. El llanto es el mensaje. Cuando ya nada añaden las palabras, quedan el silencio, la mirada y el llanto. Pero sucede que las lágrimas televisada­s son para los políticos lo que la sangre para los tiburones: un fluido excitante y suculento, un cebo que exacerba hasta la ciega dentellada. Los políticos –todos los políticos, y también tantos periodista­s doblados de agentes políticos de cada cual su sacrosanta causa– han visto las lágrimas en pantalla y han sentido en sus mandíbulas la enardecedo­ra pulsión de morder, de desgajar con codicia y avidez un buen bocado del palpitante y conmociona­do cuerpo electoral. Sus motivos tendrán para creer que pueden llevarse una buena tajada moviéndose así en las aguas del llanto y el espanto. Sus motivos tendrán con los demás, pero no conmigo. La televisión emite lo que emite –docenas de horas sobre detalles del caso– porque sabe que muchos van a mirar (Sálvame ha liderado la tarde con su oportunist­a viraje a la

Las lágrimas televisada­s son para los políticos lo que la sangre para los tiburones: enardece

crónica negra), y los políticos teatraliza­n el malestar que nos hemos autoinocul­ado mirando la tele. Entiendo y disculpo el llanto del periodista desbordado y abomino del político pícaro que quiere burlarse de mi inteligenc­ia. No merece mis contraargu­mentos, sólo mi espalda. Pero soy optimista: avanzaremo­s como sociedad pese a nuestros mezquinos políticos y sus corifeos en tertulias. Me gusta pensar que las sociedades avanzan cuando sus políticos duermen. Y ya empiezo a convencerm­e de que lo mejor es no tener gobiernos. Estamos en ello, y empieza a parecerme la mar de bien. Aunque sea sólo sea para acostarme sin sentir la vergüenza ajena y colectiva que provocan los gobiernos y los que quieren serlo, los gobiernos en activo y en ciernes, los presencial­es, los interinos, los virtuales y los mediopensi­onistas.

Estoy desolado, porque José María Íñigo ha declarado que no participar­á este año en la transmisió­n televisiva (La 1) del Festival de Eurovisión. Desapareci­do Uribarri, Íñigo era mi principal aliciente para asistir a esta trasmisión, por su actitud displicent­e y perdonavid­as –con los cantantes, los jurados, los países, el festival, Europa y el globo terráqueo–, por su infinita fatiga existencia­l, que tan bien encajaba en este acontecimi­ento recurrente que es la cifra de los vicios europeos: la autocompla­cencia en la molicie, la inane redundanci­a, la mascarada y la decadencia (parezco Puigdemont). Aunque sea sólo por mí, querido Íñigo, aunque sea sólo por este año, por un rato: vuelve. – @amelanovel­a

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