Incentivos y multas en las elecciones egipcias para frenar la abstención
Al Sisi plantea un plebiscito sobre sus cuatro años de régimen autoritario
El exmariscal Abdul Fatah al Sisi no se ha complicado la vida con ideologías para escoger su lema de campaña: “¡Viva Egipto!” Tampoco se ha molestado demasiado en dar una apariencia democrática a las elecciones presidenciales que comenzaron ayer y terminarán mañana. En el mejor de los casos, un plebiscito sobre sus cuatro años de régimen autoritario, directamente heredero de aquel de Hosni Mubarak que los manifestantes de la cairota plaza Tahrir creían haber derrocado durante la primavera árabe.
Tanto para aquellos jóvenes, como para cualquier demócrata, así como para los que después capitalizaron y defraudaron aquellas protestas –los Hermanos Musulmanes– antes de ser a su vez perseguidos, esta cita con las urnas no es más que una faraónica farsa. Para ellos no hay más vía de expresión democrática que la abstención, que puede comportar un multa de 23 euros.
Cabe decir que el único contrincante en liza, el desconocido Musa Mustafá Musa, hacía campaña a favor de Al Sisi hasta horas antes de que le ordenaran presentar su propia candidatura. Y no es que Al Sisi le corresponda: no ha citado su nombre ni una sola vez y sus carteles son más difíciles de ver que un trébol de cuatro hojas.
Aunque la victoria de Al Sisi está cantada, los militares no dejan nada al azar. Ayer varios colegios electorales contaban con pachangas animando a la gente a votar, y varios comercios y hasta parques de atracciones ofrecían grandes descuentos a quien mostrara la marca de tinta en el dedo de haber votado.
En las anteriores elecciones, al concluir la segunda jornada de votación, solo lo había hecho el 37%. Por lo que se alargó un día más, con lo que votó el 47%. El único interés de la pantomima de estos días es saber cómo variará la participación, porque los votos a favor del dictador podrían volver a rozar el 97% de entonces.
Fraudes al margen, Al Sisi cuenta con muchos partidarios entre la clases medias y altas, laicos y coptos, que lo ven como baluarte contra el fundamentalismo y contra el terrorismo, que ha resurgido en el Sinaí y que ha asestado también golpes durísimos contra iglesias y, más recientemente, contra una mezquita sufí.
Pero la estabilidad que algunos le atribuyen ha supuesto doblar el endeudamiento del Estado y –para
Nadie conoce al único contrincante del exmariscal, un títere para aumentar la participación
acceder a préstamos del FMI– devaluar la divisa y recortar las subvenciones a productos básicos, lo que ha disparado los precios y el descontento. Por no hablar de las decenas de miles de presos políticos y el control de la información, en el tercer país con más periodistas encarcelados.
Lejos queda la plaza Tahrir y lejos también la plaza Rabaa el Adauiya, en la que fue aplastada la resistencia de los Hermanos Musulmanes, después de que el primer presidente egipcio salido de las urnas, Mohamed Morsi, fuera defenestrado en el 2013 al cumplir un año de mandato. El golpista Al Sisi –al que Morsi había nombrado ministro de Defensa– se manchó las manos con un millar de muertos, pero acalló las críticas de Occidente. El secretario de Estado de Obama evitó hablar de golpe para poder seguir mandando ayuda militar. Trump, ahora, lo considera “un tío fantástico”.
Una vez más la demografía de Egipto –el país más poblado del mundo árabe– y su geografía –la vecindad de Israel y el canal de Suez– pesan más que los anhelos democráticos en el gran juego regional. Estados Unidos y sus aliados saudíes, emiratíes e israelíes confían en Al Sisi. Frente a ellos, los grandes promotores de la primavera árabe, como Turquía y Qatar, se lamen las heridas.