Delitos y faltas
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha revocado una sentencia de la justicia española que condenaba a unos jóvenes al pago de una multa por quemar en la vía pública retratos del Rey. A juicio del tribunal, la quema estaba amparada por el derecho a la libertad de expresión. Sin entrar en la eterna discusión sobre el alcance del término libertad, y aunque carente de cualquier competencia jurídica, me atrevo a considerar acertada la sentencia del TEDH: me parece que el Código Penal es un arma de grueso calibre, que no debería ocuparse de simples gamberradas.
Ello no me impide, sin embargo, sentir una profunda repugnancia hacia esa manifestación de libertad, repugnancia que haría extensiva, desde luego, a la hipotética quema de retratos de un futuro presidente de la Generalitat. Quemar un retrato de quien sea es un acto vandálico, muestra de pésimo gusto. Hacerlo del jefe del Estado es, además, muestra del desconocimiento de las ventajas que supone estar amparado por un Estado como el nuestro, con todas sus deficiencias, y del papel que en esa construcción desempeña su cabeza, sea su título rey, presidente o gran muftí. Invitar a los jóvenes iconoclastas a pasar una semana en una playa de Somalia sería quizá una buena forma de curarles del insidioso hábito de quemar retratos de autoridades.
La lección de ese episodio no es nueva: una acción que no llega a ser delito puede ser moralmente reprobable. Admitamos que la condena de nuestro tribunal fuera excesiva: ¿quiere esto decir que la quema de los retratos del Rey fue una excelente idea? Si la respuesta es negativa, y dado que la vía penal está excluida ¿hemos de dar por terminado el asunto? Me parece que no, porque una sociedad robusta debe reaccionar ante una acción que considera reprobable: ante quien arroja un papel al suelo, deja sin recoger los excrementos de su perro o se salta la cola del autobús. Pero ¿cuál debe ser la reacción? Entre la condena de los jueces y la tolerancia, o más bien la indiferencia que nos rodea, parece que no hay nada: o el castigo o la absolución; o se multa o se calla.
El sentido común nos dice que las acciones antes descritas merecen una sanción, y el diccionario nos da la salida del laberinto, porque sancionar quiere decir no sólo “castigar un mal comportamiento”, sino también “confirmar la legitimidad de un acto”. Y cuando uno se pregunta cómo puede ser que una misma palabra tenga dos significados en apariencia contradictorios da con la solución: premio y castigo son meros instrumentos al servicio de la ley, sea esta penal, civil, social o simple norma de urbanidad. Y el propósito de la ley, su razón de ser, aunque a veces no lo parezca, es ayudarnos, no sólo a preservar la convivencia, sino a mejorar como personas. Se sanciona a quien quema un retrato en la calle con una reprobación, y a quien cede su asiento en el autobús dándole las gracias: en ambos casos el fin perseguido es, o debería ser, el mismo: ayudar a la persona a desarrollarse, a florecer, como se dice ahora. En esta perspectiva, el castigo, y más aún el castigo penal, es en cierto modo un último recurso, a emplear cuando otros, menos traumáticos, no han surtido efecto.
Pero, naturalmente, para construir y mantener la buena salud social hay que persistir en el uso de esos instrumentos más suaves, que van del comentario a la reprobación, de la palmadita en el hombro a la amonestación, del ladeo de la cabeza a la bronca. Las autoridades encargadas de aplicar esos instrumentos somos todos, siempre que la ocasión se presenta. Una tarea muy ingrata, que requiere una cierta dosis de valor cívico, porque la observación más inocua suele ser muy mal acogida por el receptor; pero ese valor cívico es un ingrediente indispensable de la buena ciudadanía. A veces parece como si la polarización que ha surgido en los ámbitos político y económico también estuviera adueñándose de nuestros sentimientos. Sacudidos hasta la histeria por los sucesos con que nos obsequian a diario nuestros medios, caemos en la apatía al afrontar la vida cotidiana.
Es preciso recuperar los matices, esas zonas entre el blanco y el negro en que se ocultan todos los colores. Los antiguos habían descubierto la capacidad que tiene un organismo para curarse a sí mismo, para regenerarse: la llamaban la fuerza sanadora de la naturaleza, que desarrollaba su acción benéfica sin traumatismos. Una sociedad bien constituida también posee esa fuerza, y sabe hallar para cada malestar un remedio, para cada achaque un alivio. Si queremos gozar de buena salud social, no debemos resignarnos a elegir siempre entre dos extremos.
Entre la condena de los jueces y la tolerancia parece que no hay nada: o el castigo o la absolución; o se multa o se calla