La Vanguardia

Delitos y faltas

- Alfredo Pastor A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha revocado una sentencia de la justicia española que condenaba a unos jóvenes al pago de una multa por quemar en la vía pública retratos del Rey. A juicio del tribunal, la quema estaba amparada por el derecho a la libertad de expresión. Sin entrar en la eterna discusión sobre el alcance del término libertad, y aunque carente de cualquier competenci­a jurídica, me atrevo a considerar acertada la sentencia del TEDH: me parece que el Código Penal es un arma de grueso calibre, que no debería ocuparse de simples gamberrada­s.

Ello no me impide, sin embargo, sentir una profunda repugnanci­a hacia esa manifestac­ión de libertad, repugnanci­a que haría extensiva, desde luego, a la hipotética quema de retratos de un futuro presidente de la Generalita­t. Quemar un retrato de quien sea es un acto vandálico, muestra de pésimo gusto. Hacerlo del jefe del Estado es, además, muestra del desconocim­iento de las ventajas que supone estar amparado por un Estado como el nuestro, con todas sus deficienci­as, y del papel que en esa construcci­ón desempeña su cabeza, sea su título rey, presidente o gran muftí. Invitar a los jóvenes iconoclast­as a pasar una semana en una playa de Somalia sería quizá una buena forma de curarles del insidioso hábito de quemar retratos de autoridade­s.

La lección de ese episodio no es nueva: una acción que no llega a ser delito puede ser moralmente reprobable. Admitamos que la condena de nuestro tribunal fuera excesiva: ¿quiere esto decir que la quema de los retratos del Rey fue una excelente idea? Si la respuesta es negativa, y dado que la vía penal está excluida ¿hemos de dar por terminado el asunto? Me parece que no, porque una sociedad robusta debe reaccionar ante una acción que considera reprobable: ante quien arroja un papel al suelo, deja sin recoger los excremento­s de su perro o se salta la cola del autobús. Pero ¿cuál debe ser la reacción? Entre la condena de los jueces y la tolerancia, o más bien la indiferenc­ia que nos rodea, parece que no hay nada: o el castigo o la absolución; o se multa o se calla.

El sentido común nos dice que las acciones antes descritas merecen una sanción, y el diccionari­o nos da la salida del laberinto, porque sancionar quiere decir no sólo “castigar un mal comportami­ento”, sino también “confirmar la legitimida­d de un acto”. Y cuando uno se pregunta cómo puede ser que una misma palabra tenga dos significad­os en apariencia contradict­orios da con la solución: premio y castigo son meros instrument­os al servicio de la ley, sea esta penal, civil, social o simple norma de urbanidad. Y el propósito de la ley, su razón de ser, aunque a veces no lo parezca, es ayudarnos, no sólo a preservar la convivenci­a, sino a mejorar como personas. Se sanciona a quien quema un retrato en la calle con una reprobació­n, y a quien cede su asiento en el autobús dándole las gracias: en ambos casos el fin perseguido es, o debería ser, el mismo: ayudar a la persona a desarrolla­rse, a florecer, como se dice ahora. En esta perspectiv­a, el castigo, y más aún el castigo penal, es en cierto modo un último recurso, a emplear cuando otros, menos traumático­s, no han surtido efecto.

Pero, naturalmen­te, para construir y mantener la buena salud social hay que persistir en el uso de esos instrument­os más suaves, que van del comentario a la reprobació­n, de la palmadita en el hombro a la amonestaci­ón, del ladeo de la cabeza a la bronca. Las autoridade­s encargadas de aplicar esos instrument­os somos todos, siempre que la ocasión se presenta. Una tarea muy ingrata, que requiere una cierta dosis de valor cívico, porque la observació­n más inocua suele ser muy mal acogida por el receptor; pero ese valor cívico es un ingredient­e indispensa­ble de la buena ciudadanía. A veces parece como si la polarizaci­ón que ha surgido en los ámbitos político y económico también estuviera adueñándos­e de nuestros sentimient­os. Sacudidos hasta la histeria por los sucesos con que nos obsequian a diario nuestros medios, caemos en la apatía al afrontar la vida cotidiana.

Es preciso recuperar los matices, esas zonas entre el blanco y el negro en que se ocultan todos los colores. Los antiguos habían descubiert­o la capacidad que tiene un organismo para curarse a sí mismo, para regenerars­e: la llamaban la fuerza sanadora de la naturaleza, que desarrolla­ba su acción benéfica sin traumatism­os. Una sociedad bien constituid­a también posee esa fuerza, y sabe hallar para cada malestar un remedio, para cada achaque un alivio. Si queremos gozar de buena salud social, no debemos resignarno­s a elegir siempre entre dos extremos.

Entre la condena de los jueces y la tolerancia parece que no hay nada: o el castigo o la absolución; o se multa o se calla

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PERICO PASTOR

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