La legitimidad y la ira
Francis Fukuyama recuerda, en El fin de la Historia y el último hombre (1992), lo que describe como una característica curiosa de las situaciones revolucionarias: que los hechos que acaban provocando el derrumbamiento de los gobiernos o los cambios de régimen no acostumbran a coincidir con los grandes acontecimientos que luego los historiadores identifican como causas fundamentales, sino con incidentes en apariencia secundarios. Fukuyama hace este recordatorio en un capítulo en el que subraya el papel que lo que él denomina la “ira timótica” había interpretado en los procesos que a fines de los 80 y principios de los 90 provocaron la caída repentina e imprevista de los regímenes comunistas de la URSS y Europa del Este. Cita, entre otros, los casos de Checoslovaquia y Rumanía. Apunta la importancia que tuvieron en la revolución de terciopelo checoslovaca tanto la indignación popular por el encarcelamiento del dramaturgo y futuro presidente Vavclav Havel como las concentraciones convocadas por el rumor de la muerte de un estudiante a manos de la policía. Evoca la detención del cura Tokes como desencadenante de los acontecimientos de Timisoara que acabaron con Ceaucescu. Y también saca a colación el papel en la caída del muro de Berlín de la indignación que provocaron las revelaciones sobre la supuesta opulencia de la residencia del presidente Honecker.
Fukuyama nunca ha sido un devoto del comunismo. Pero, como quien no quiere la cosa, no evita dejar caer que la residencia de Honecker no era un nuevo palacio de Versalles, sino que más bien parecía una casa burguesa de Hamburgo, que las manifestaciones de Timisoara no fueron espontáneas, sino instigadas por los militares que querían deshacerse del presidente y que el rumor de la muerte del estudiante de Praga no se correspondía con la realidad porque la presunta víctima de la violencia policial era, de hecho, un oficial de la propia policía que, por una razón no aclarada, fingió estar muerto. Lo que Fukuyama denomina la “ira timótica”, el coraje o el deseo de reconocimiento surgido de la indignación ante lo que una multitud percibe como una injusticia flagrante o como un ataque a la dignidad o al honor, responde a unos mecanismos peculiares. Lo que en un momento indigna, en otro deja de hacerlo y lo que era indiferente puede convertirse de pronto en algo indignante.
Por otro lado, a diferencia del agua, que siempre hierve a los 100 grados, el punto de ebullición de los colectivos es imprevisible. Se pueden poner gaseosos a temperaturas en las que antes se mantenían líquidos. Y resulta del todo irrelevante que el fuego que los calienta sea un hecho real, una falsa noticia o una injusticia imaginaria. La indignación es, como el resentimiento que puede derivarse, una cuestión subjetiva. Y también lo acaba siendo la legitimidad de los regímenes que la indignación o el resentimiento movilizados pueden hacer tambalear. Demasiado a menudo se olvida que la legitimidad es una creencia de los ciudadanos. Y muchos de los problemas que hoy tienen las democracias liberales tienen que ver con este olvido.
A diferencia del agua, el punto de ebullición de los colectivos es imprevisible