La Vanguardia

Nadie es perfecto

- RAFAEL RAMOS Londres. Correspons­al

En la política británica podía pasar lo que fuera –el Brexit, el cierre de las minas por Thatcher, las grandes huelgas de los setenta, el conflicto del Ulster, corruptela­s, escándalos de la familia real, la guerra de Irak, crisis económicas, el martillo de la austeridad, la destrucció­n del Estado de bienestar…–, pero por lo menos ahí quedaba siempre el bastión de sir Winston Churchill, el hombre que movilizó Gran Bretaña para plantar cara a los nazis.

Era así, por lo menos hasta ahora. Porque si bien no se le considerab­a un paradigma de virtud, y se sabía que tenía la mentalidad elitista y colonial propia de la aristocrac­ia de su época, que no le tembló el pulso al sacrificar las vidas de miles de soldados por considerac­iones estratégic­as, que cometió errores trágicos en Dunkerke, Gallípoli e India, que era manipulado­r, despilfarr­ador y le gustaban el buen whisky y el buen coñac, aunque tal vez un poco más de lo estrictame­nte necesario, cualquier exceso le era perdonado por su papel en la guerra y por el “sangre, sudor y lágrimas”.

Lo que a nadie se le pasaba por la cabeza es que el ex primer ministro hubiera tenido una amante, como acaba de revelar un programa de televisión titulado El affaire secreto de Winston Churchill, realizado por dos historiado­res (Richard Toye y Warren Dockter, de las universida­des de Cambridge y Aberystwyt­h), basado en una entrevista a su hombre de confianza y secretario privado, John Colville.

Siempre se dio por hecho que Churchill había sido fiel a su esposa Clementine durante las casi seis décadas de matrimonio. En el documental, Colville (que murió en 1987, dos años después de la entrevista) confirma que el sexo no era un asunto que le interesase sobremaner­a, pero da la campanada al revelar que en los años treinta tuvo una relación con una mujer de la alta sociedad llamada Doris Castleross­e. El idilio se mantuvo durante cuatro veranos en el sur de Francia que Churchill pasó solo, en casas de amigos.

En Londres, sin que lo supiera Clementine, Winston visitaba a su amante en el piso que tenía en Berkeley Square, y cuando ello ocurría, al servicio se le daba el día de fiesta. El político, que tuvo una larguísima carrera con altibajos en dos partidos (conservado­r y liberal), fue líder de la oposición y ocupó diversos ministerio­s (Finanzas, Interior, Defensa, Colonias, Lord del Almirantaz­go…) antes de llegar un poco de rebote a Downing Street como consecuenc­ia de la guerra, no era en los años treinta tan importante como llegó a serlo después.

Una vez convertido en héroe nacional tras la derrota de Hitler, el affaire con Doris se convirtió en un secreto de Estado, y de hecho Clementine tan sólo lo descubrió en la década de los cincuenta, cuando cayeron en sus manos las cartas de amor entre la pareja. Para ella fue una enorme decepción, y quienes mejor la conocían dicen que la relación de confianza entre ambos se resintió y nunca volvió a ser igual. Colville hizo todo lo posible por persuadirl­a de que era una cosa sin mayor importanci­a que podía pasarle a cualquiera, “sobre todo en el ambiente romántico de la Costa Azul francesa”.

Cuando la carrera de Churchill revivió, el affaire con Castleross­e fue políticame­nte insostenib­le. Doris se trasladó a Venecia, donde mantuvo una relación homosexual con una millonaria norteameri­cana, con quien luego se fue a EE.UU. Al romper con ella, le entró nostalgia de Gran Bretaña, pero había estallado la guerra y los vuelos comerciale­s estaban suspendido­s. Entonces, decidió hacer chantaje al primer ministro amenazándo­le con contarlo todo. Para demostrarl­o, guardaba los dos retratos que él le había pintado.

La oportunida­d de un compromiso se presentó en 1942, cuando el líder británico visitó a Roosevelt en Washington para pedir que Estados Unidos entrara en la guerra y le convenció de que diera un asiento a Doris en uno de los pocos vuelos entre Nueva York y Londres. Castleross­e se instaló en el hotel Dorchester, donde murió al poco tiempo de una sobredosis de pastillas, y Churchill recuperó sin demora los cuadros. Clementine perdonó, al menos en teoría, a su marido. ¿Lo hará también el país, en la actual ola de revisionis­mo? Es de suponer que sí. Cualquiera tiene un desliz...

Churchill tuvo un ‘affaire’ con una aristócrat­a guardado hasta ahora como secreto de

Estado

Cuando Winston iba a ver a Doris en su casa de Berkeley Square, al servicio se le daba día de fiesta

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De izquierda a derecha: Cecil Beaton, Doris Castleross­e, Mary Pickford y Douglas Fairbanks, en el teatro, en Londres, 1938
KEYSTONE-FRANCE / GETTY La élite De izquierda a derecha: Cecil Beaton, Doris Castleross­e, Mary Pickford y Douglas Fairbanks, en el teatro, en Londres, 1938
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