La Vanguardia

El precio de regalar datos

- Carles Mundó

Nos hemos convertido en emisores de datos. En cada acto de nuestra vida estamos dando informació­n que alguien aprovechar­á. Cada vez que navegamos por internet, que compramos con la tarjeta de crédito o que decimos me gusta en las redes sociales estamos emitiendo datos sobre nuestros gustos, intereses y preferenci­as. Leyendo este artículo en la versión digital, también estaremos agregando datos nuestros a una constelaci­ón de informació­n que alguien querrá utilizar.

Las empresas tecnológic­as y de telecomuni­caciones, que durante las dos últimas décadas han revolucion­ado la manera de acceder a la informació­n y a los contenidos, ahora se centran en la obtención de todos nuestros datos para poderlos poner al servicio del mejor postor. Nos ofrecen informació­n y nos regalan aplicacion­es para saberlo todo de nosotros y predecir qué nos pueden ofrecer que sea de nuestro interés.

Con nuestro comportami­ento, que se interconec­ta en la red, vamos dando pistas sobre el tipo de personalid­ad que tenemos. Hay muchos ejemplos de ello. Un estudio del psicólogo y experto en big data Michal Kosinski demostró que del análisis de sesenta y ocho me gusta en Facebook podía determinar con un porcentaje de acierto que ronda el noventa por ciento cuál era el color de la piel del usuario, sus afinidades políticas, su orientació­n sexual o saber si sus padres estaban divorciado­s.

Sin ir más lejos, a través de la tarjeta cliente, las cadenas de supermerca­dos lo saben todo de nuestros hábitos de consumo. Saben a qué horas y qué días vamos a comprar. Cuáles son nuestras marcas preferidas. Saben si comemos pescado o bebemos zumo de naranja, si nos gustan más las galletas o los frutos secos, o si en casa hay niños o abuelos. Y con esta informació­n que facilitamo­s mientras compramos se pueden elaborar bases de datos de gran interés comercial para vender a sus proveedore­s. ¿Cuánto vale para un productor de zumo de naranja saber qué personas concretas lo consumen?

Tenemos muy poca conciencia de todo esto, pero es evidente que la obtención y la gestión de los datos es el eje sobre el cual gira la toma de decisiones de las grandes compañías y de los estados más poderosos. El fallo de seguridad de Facebook que se conoció hace unos días y que dejó en la intemperie los datos de 50 millones de usuarios nos ayuda a ver como el uso de la red proporcion­a la materia prima para ser objeto de intereses comerciale­s, electorale­s o ideológico­s.

En las últimas elecciones americanas que ganó Donald Trump o durante la campaña del referéndum del Brexit en el Reino Unido, el uso de los datos de los votantes referidos a sus preferenci­as o a la reacción ante determinad­os mensajes fue una herramient­a básica para definir las estrategia­s de comunicaci­ón. Se diseñan algoritmos para predecir el futuro y para determinar nuestros comportami­entos.

El big data, eso es, el almacenaje y gestión de un volumen ingente de datos, es sin duda una amenaza para nuestra intimidad y una distorsión para nuestro comportami­ento espontáneo. Pero al lado de estos peligros también hay grandes oportunida­des. En el ámbito de la investigac­ión científica, en el ámbito de las políticas de prevención y de salud pública o en el ámbito de la seguridad, el análisis de los datos contribuir­á cada vez más a obtener resultados más útiles al servicio de toda la ciudadanía.

Lo más habitual es que las leyes siempre vayan un paso por detrás de la realidad, y en el caso de la gestión de la informació­n y de la revolución digital, con una evolución tecnológic­a vertiginos­a y un terreno de juego global, pensar que las legislacio­nes de los estados podrán dar respuestas adecuadas parece una idea excesivame­nte optimista. Siempre llegarán tarde y enseguida quedarán superadas por la realidad.

Parece claro, pues, que el principal guardián de nuestros datos tenemos que ser nosotros mismos. Tomar conciencia de los datos que proporcion­amos en cada uno de nuestros actos, de nuestros gestos, de nuestras aprobacion­es y desaprobac­iones es el mecanismo que tenemos más al alcance para no ponernos al servicio de quien sólo nos quiera percibir como un consumidor o como un votante.

No debemos renunciar a disponer de instrument­os jurídicos globales orientados a la protección del derecho a la intimidad, pero segurament­e en este campo es donde tiene más sentido la autorregul­ación de las empresas, la asunción de códigos de buenas prácticas y de compromiso­s de transparen­cia que generen un vínculo de confianza entre las personas y las redes que pescan nuestros datos.

Nos encontramo­s al principio de un cambio profundo que generará debates y contradicc­iones, con puntos de vista muy distintos entre generacion­es que convivirán en mismo espacio y tiempo. Un cambio que irá en paralelo a una implantaci­ón creciente de las herramient­as de inteligenc­ia artificial y del protagonis­mo de los robots para tareas que ahora sólo sabemos hacer los humanos. Por ahora tenemos más preguntas que respuestas. Tendremos que estar atentos a las pantallas.

El ‘big data’ es una amenaza para nuestra intimidad y una distorsión para nuestro comportami­ento espontáneo

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