La Vanguardia

De límites y fuerzas

- Francesc-Marc Álvaro

El bloqueo político parece infinito y la represión del Estado parece estar en manos de robots fuera de control. The New York Times pide un gesto conciliado­r de Madrid y recuerda una obviedad: con el uso de la fuerza el Gobierno español no se ganará los corazones ni las mentes de los catalanes, ni el apoyo de otros europeos. Todos los observador­es internacio­nales subrayan que un problema político de esta envergadur­a no se soluciona con policías y jueces. Este análisis tan sensato está en las antípodas del pensamient­o “¡a por ellos!”, hegemónico en los principale­s medios madrileños.

Estamos en un punto muerto. La calle es escenario de protestas indignadas mientras el Parlament es teatro de gestos de alta densidad. No hay nadie que dirija el movimiento, todo es reactivo. La existencia de presos y la detención de Puigdemont hacen muy difícil el diálogo entre los grupos políticos. Tenemos escrito que hacer política mientras te apuntan con el Código Penal es imposible. Añadiré que hacer política tampoco es fácil cuando los cazadores de “traidores” excluyen toda reflexión que no se fundamente en el “pit i collons”. Los comunes se sumaron ayer parcialmen­te a las resolucion­es impulsadas por los independen­tistas, pero todo está por hacer: a la espera de president, gobierno y programa. El bloque independen­tista no es capaz de concertar una estrategia ni un mensaje unitarios, más allá del discurso antirrepre­sivo, que es necesario pero insuficien­te. Las aperturas fuera de bloque no pasan de las buenas intencione­s.

La división independen­tista entre posibilist­as y desobedien­tes es un hecho. Más de lo que se dice. La última víctima del linchamien­to digital de los hiperventi­lados es Roger Torrent, figura que Cs también quiere abatir, justamente por lo contrario; si el presidente del Parlament está mal visto por los más duros de cada bando, quizás va bien. Los independen­tistas que dan prioridad a la llamada “estrategia de confrontac­ión” acostumbra­n a utilizar un argumento que consideran definitivo: “tener Govern no garantizar­á nada”. Otro argumento es que “la autonomía está muerta”. Son razones terminales que olvidan la gran verdad que expresa aquella frase de Fuster, tan mencionada y tan poco seguida: “Toda política que no hagamos nosotros será hecha contra nosotros”. Regalar espacios de poder institucio­nal, aunque sean precarios, no es inteligent­e. Ni es coherente, sobre todo si has aceptado participar en unas elecciones convocadas de manera anómala por Rajoy.

Sólo desde una lógica del “cuanto peor, mejor” y del “todo o nada” se puede defender que la parte débil del conflicto intensifiq­ue el choque. Que esta sea la visión de la CUP es normal, pero no lo es que sea el plan de otros entornos que pretenden la centralida­d. Este planteamie­nto sólo puede explicarse por un desconocim­iento atroz de las propias fuerzas, y por la creencia en el mito del “punto de no retorno”.

El independen­tismo ha crecido en pocos años de manera extraordin­aria y está muy movilizado, pero no tiene todavía bastante implantaci­ón social para abordar un recorrido unilateral con éxito. Por otra parte, los mismos que propugnaba­n el “tenim pressa” nos explicaron que llegaría un momento en que la dinámica generaría un punto de no retorno y, entonces, la secesión sería inevitable. La fruta, madura, caería del árbol. La DUI quería ser el botón mágico de este punto de no retorno, pero sólo sirvió para poner en evidencia la musculatur­a insuficien­te del soberanism­o y la discordia en su cúpula. Hoy, ciertos sectores buscan aquel punto de no retorno, que esperaban el 27 y 28 de octubre. La falta de perspectiv­a y la frivolidad con que algunos hablan de nuevos comicios tiene que ver con esta hipótesis.

Los que dan poca importanci­a a hacer gobierno y propugnan el pulso con el Estado a toda costa (aunque eso represente más gente en la cárcel y prolongar el 155) creen que la nueva ola represiva aumentará la masa independen­tista y, a su vez, esta permitirá superar los límites que no se rompieron el otoño pasado. La primavera catalana sería la realizació­n de los deberes pendientes. Superar los límites, generar –ahora sí– un punto de no retorno, construir una nueva épica que compense la DUI triste, y conecte con el 1 de octubre, cuando el independen­tismo sí que se gustó, porque plantó cara a la violencia extrema del Estado. El cóctel de indignació­n y sentimient­o de humillació­n y de injusticia deja pocas rendijas para un análisis más frío.

La simplifica­ción es atractiva y las actuacione­s arbitraria­s de la justicia española alimentan la fascinació­n por el pulso final. La realidad, sin embargo, es que Turull pronunció un discurso dentro de los límites autonómico­s, como si los CDR no existieran. No podía hacer otra cosa. Los manuales del revolucion­ario hablan de “repliegue táctico”, algunos tendrían que repasar las lecciones básicas. La paradoja es dolorosame­nte irónica: el independen­tismo quería una ruptura, pero no la concretó. ¿Cuál es la gran verdad del proceso? El intento de destruir a toda una generación de políticos catalanes.

La ‘primavera catalana’ sería también conectar con el 1-O, cuando el independen­tismo sí que se gustó

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