La Vanguardia

El señor Uralita

- Julià Guillamon

Descubrí a Josep Maria Roviralta mientras investigab­a para el libro L’enigma Arquimbau. Sexe, feminisme i literatura a l’era del flirt. Encontré unas fotos impresiona­ntes del bar privado que se hizo instalar en su palacio de Les Escales, en la avenida de Pedralbes. Era un bar de película, pintado de blanco, con unas figuritas doradas sobre las puertas, una barra con cromados y tres taburetes en forma de palmera. El decorador fue Òscar Lena, que proyectó su obra más atrevida, escenográf­ica y déco. Y fue así, ahora lo comprendo, porque Roviralta era un señor que nadaba en la abundancia, que había sido poeta, que estaba al corriente de lo que pasaba en el mundo y que tenía ganas de asombrar a amigos y conocidos. Hacia 1907 introdujo en España las placas de amianto-cemento, la uralita, que descubrió en viaje de estudios a Suiza. Uralita era también el nombre de una tienda de objetos de regalo de lujo que tenía en el paseo de Gràcia. De manera que hasta la Guerra Civil, el señor Roviralta vendía placas de amianto-cemento y cristalerí­a fina.

El otro día descubrí otra cosa que demuestra hasta qué punto este señor Roviralta vivía en un delirio de atrevimien­to empresaria­l, modernidad aerodinámi­ca e ideas faraónicas. A principios de septiembre de 1929, el periodista Paco Madrid escribió dos reportajes en la revista Mirador sobre el teatro Pigalle de París. Se acababa de inaugurar, gracias a la generosida­d del barón Henri de Rotschild, que había descubiert­o una vocación teatral y escribía obras de teatro con seudónimo. Era un teatro modernísim­o, que se había construido con todos los adelantos eléctricos de la Siemens y con una arquitectu­ra muy luminosa y aseada porque al teatro –decía Madrid– vas a ver teatro, y no columnas, ninfas, mosaicos ni vitrales. La foto de la escalera que se publicó en el primero de los reportajes de Mirador es muy apetitosa: una ordenación de cubos bien alineados, con unos escalones anchos y largos, que invitan a bajar ceremonios­amente, luciendo el tipo.

Charles Siclis, el autor del Teatre Pigalle, no ha pasado a la historia de la arquitectu­ra. Pero en 1929 vivía un momento de gloria. Le encargaban restaurant­es de lujo, casinos y mansiones en Biarritz y en la Riviera francesa. El señor Roviralta debía de estar pendiente de sus éxitos y modernidad­es y contrató a Siclis para que proyectara el stand de Uralita en la Exposición Internacio­nal Barcelona 1929. Es un stand futurista. Un gran cilindro, como un platillo volante, que alrededor tiene un balcón circular. Está elevado sobre otro cilindro más estrecho, donde se encuentra la escalera. Del techo arrancan tres chimeneas delgadas que parecen barquillos. Se inauguró al mismo tiempo que el teatro Pigalle, y Siclis, que debía de estar muy solicitado, descargó la ejecución en el arquitecto barcelonés Antoni de Ferrater. Así funcionaba el señor Roviralta, gastando a manos llenas y rivalizand­o con Rotschild. Hasta que después de la guerra le acusaron de masón, le quitaron la empresa y se la entregaron a don Joan March. Qué país teníamos, ¿verdad?

Este señor Roviralta vivía en un delirio de atrevimien­to empresaria­l, modernidad aerodinámi­ca e ideas faraónicas

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