El jardinero Apel·les Mestres
Apel·les Mestres fue un creador de amplia abertura de compás. Desde joven hizo patente una curiosidad global que no tardó en llevarle a cultivar aspectos muy variados de la creatividad cultural; dibujante, escritor (poeta, dramaturgo, prosista, traductor) y músico.
Y una faceta más, de la que estaba tan orgulloso y que le ayudo a ser feliz, es la que resulta obviada: jardinero.
De niño ya se sintió fascinado por el jardín que tenía en el caserón en el que vivía, cabe la catedral, que evocó en su libro La casa vella. Confiesa que ya se tumbaba bajo las ramas de los arbustos, con la pretensión de imaginar que se encontraba dentro de un bosque.
Pronto fue el nacimiento de una sensibilidad extremada hacia el perfume variado y penetrante de flores, plantas, arbustos y árboles. Si escapaba de la ciudad era para dar paseos reconfortantes por Vallvidrera y el Tibidabo, al encuentro de la naturaleza.
Se trasladó a vivir en el pasaje Permanyer, en el que residió en tres casas distintas; me pregunto si pretendía así mejorar de terrado, lo que más le importaba. Allí instalaba un verdadero pensil. Dicen que era fácil identificar su casita, al resultar por comparación la más ocultada por la enramada.
Dedicaba buena parte de la mañana a prodigarle su amor solícito, vestido al uso y que la fotografía exhibe con precisión unos detalles graciosos.
Prefería cuanto respondía a la condición aromática, sin importarle el volumen ni color ni el género. Así, romero, poleo, espliego, mejorana, tomillo, menta, camamila o lo que en cada época mejor le complaciera.
Los árboles los plantaba siempre en toneles rebosantes de tierra: pinos, robles, encinas, olivos. No deja de ser curioso que jamás comiera fruta alguna; sí le encantaba al goloso jardinero, en cambio, la fruta confitada.
Consiguió unas hortensias enormes, que le valieron ser admiradas en el extranjero, al merecer artículos rebosantes de elogios. Y así fue como recibió un título, que ni como buen republicano podía rechazar, al tenerlo bien merecido: rey de las hortensias.
Y cada mañana, al dar por concluida su labor de jardinero, descendía al mundo terrenal siempre con un buen ramo de flores seleccionadas. Las colocaba en jarrones preparados que distribuía por las estancias de la casa.
Por si fuera poco, se declaraba como una especie de adorador, dada su fascinación hacia insectos y arañas; era otro aspecto de su particular microcosmos, que luego sabía dibujar con primor y pasión. Aseguraba que le reconocían algunos arácnidos enormes, al permitirle que los acariciara mientras tejían la telaraña.
Se me antoja que le cuadraba a la perfección calificarle de franciscano laico.
Se dedicó a cultivar con amor y entrega esta pasión que había advertido desde su niñez