Los muertos que vos matáis
El cronista vive donde vive, que es la Comunidad de Madrid, que no es precisamente partidaria de otro nacionalismo que no sea el español. El cronista sigue apasionado los acontecimientos de Catalunya, pero condicionado, como la mayoría, por la distancia, los medios informativos y las propias convicciones, tan subjetivas. Y el cronista confiesa su perplejidad: está leyendo multitud de obituarios del procés. Multitud de informaciones lo dan por difunto, por enterrado e incluso por derrotado. La autoría de tal derrota depende del analista: para unos es del Gobierno, que tuvo la inteligencia de ordenar no sé qué; para otros, los méritos son del juez Llarena, que metió en vereda a quienes menospreciaron el potente Estado de derecho español; y un tercer grupo –en el que suele haber dirigentes del PP– se mueve en el peligroso campo de análisis de mezclar justicia y poder político, haciendo trizas la división de poderes. Pero el fondo es el mencionado: se publican muchas esquelas del procés.
Si el cronista traslada el punto de mira a Catalunya, ciertamente nota diferencias notables respecto al momento posterior al referéndum del 1 de octubre. Ya no hay masas esperando la proclamación de la República. Se pide más la libertad de los presos que la independencia. No prosperan las llamadas a la insumisión. Los discursos de Esquerra y del PDECat son más templados. Solo la CUP mantiene su contundencia, pero su poderío depende más de la necesidad de sus votos que de la convicción de sus palabras. Y lo que me parece más sustancial, con permiso de los CDR: cada día más voces reclaman una solución política, un arreglo entre el Estado y Catalunya, una especie de pacto histórico inspirado por el seny. Hay un nuevo estado de opinión que no es dominante, pero sí perceptible. “En España, el que resiste gana”, debe de seguir pensando el señor Rajoy.
El cronista, finalmente, arde en deseos de sumarse a los aires de bonanza, pero tiene dudas. Los independentistas pueden bajar el tono, pueden incluso estar divididos, pero siguen siendo independentistas. Las zonas geográficas que han desconectado sentimentalmente de España no ofrecen síntomas de nueva conexión. Es posible que haya un mayor realismo en las clases dirigentes, pero aumentó el desapego hacia el Estado y sus instituciones. Las detenciones contuvieron muchos impulsos y los seguirán conteniendo, pero llevaron el debate al simplismo de la dicotomía democraciaopresión, fase en la que estamos, con notable capacidad de penetración en la escena internacional. Y lo más inquietante: creo haber leído todo lo publicado en libros y periódicos, y se me queda en reproches y hermosos deseos. Todo el mundo sostiene que hay que inventar una relación nueva. Pero, ay, nadie dice cómo. Nadie ofrece un proyecto ni esboza un modelo: ni en qué debe ceder el soberanismo, ni en qué han de ceder los constitucionalistas. Y eso significa que la independencia, que es un ideal concreto, no encuentra réplica seductora. Mientras no la haya, este cronista ve zonas de calma o de espera: poca cosa para alimentar esperanzas de próxima solución.