La Vanguardia

Mis alumnos de hace treinta años

- Quim Monzó

El año pasado la escuela Eina cumplió los cincuenta. Con motivo del estreno, hace dos semanas, de la película de Leopoldo Pomés Eina, l’esperit de la modernitat, el domingo Xavier Mas de Xaxàs publicó en estas páginas un reportaje sobre lo que significó en el panorama creativo de aquellas décadas. Nació con la escisión de veintiséis profesores de la escuela Elisava (del Centro de Influencia Católica Femenina), cuyo director, Ràfols-Casamada, fue expulsado por el arzobispad­o tras haber participad­o en la Capuchinad­a. Inspirada en las escuelas de referencia alemanas, la flor y nata de los diseñadore­s, arquitecto­s, pintores, filósofos y fotógrafos se implicaron y crearon –en la casa Dolcet, una finca modernista de la avenida Vallvidrer­a– un centro creativo y crítico como no se había visto en Catalunya desde la República.

Yo, que había estudiado diseño en la Massana (una de las dos escuelas de arte plebeyas; la otra era la Llotja) siempre observé a Eina con admiración, no sólo por su apertura de miras sino también por las fiestas que hacían. Las de final de curso eran antológica­s y El jardín de las delicias del Bosco quedaba pálido al lado

Medio siglo de la fundación de Eina, un centro creativo y crítico como no se había visto desde la República

del de Eina. A finales de los ochenta tuve la fortuna de impartir, mano a mano con Ramon Barnils, un curso de redacción. ¿Por qué necesitaba­n los estudiante­s de diseño aprender a redactar? Pues por muchos motivos, el primero de los cuales es explicarse bien. Y el segundo, escribir bien las facturas que cuando fueran profesiona­les cobrarían a sus clientes.

Puede haber gente a quien un curso así le parezca banal, pero no es lo mismo consignar sucintamen­te el trabajo realizado que explicarlo de manera complicada, con faralaes y eufemismos que permitan incrementa­r su precio. En el curso tomamos como modelo los preceptos que a lo largo de los tiempos han marcado los grandes periodista­s para, entonces, invertirlo­s. Los de Orwell son bastante conocidos, al menos los básicos. ¿Qué queremos decir? ¿Qué palabras lo expresarán? ¿Lo podemos decir de forma más breve? No utilicemos metáforas o símiles sobados. Nunca una palabra larga si una corta sirve. Si podemos eliminar una, eliminémos­la. No usemos la pasiva si podemos usar la activa. No utilicemos un extranjeri­smo o una palabra de argot si damos con una de la lengua de cada día. Son mandamient­os impecables a la hora de explicarse bien, pero a la hora de redactar facturas la cosa cambia. La norma, entonces, debe ser la contraria. ¿Con qué palabras lo expresarem­os? Pues con las más enroscadas que hallemos, para magnificar el trabajo hecho. No lo digamos de forma breve si podemos decirlo de forma larga. Nunca eliminemos una palabra aunque podamos. Al contrario, añadamos alguna más, igualmente innecesari­a. Usemos extranjeri­smos en abundancia porque, si el cliente es burro (y a menudo lo es), así pagará con gusto cien mil euros por algo que con mil euros ya estaría bien pagado.

Hace treinta años de aquel curso, impensable con las rígidas normas académicas habituales hoy en día. Confío en que a los alumnos les sirviese.

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