La Vanguardia

Miquel Batllori

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se podía golpear el suelo y su extremo inferior, después de muchos golpes, acababa convertido en algo parecido a una escoba guerrera después de la batalla.

En Barcelona, el pasado Domingo de Ramos, mientras algunos ciudadanos esperaban la noche, siempre propicia para la algarada anónima, enfrentánd­ose a los Mossos, a quienes acusaban de asesinos y cómplices de lo que ellos llamaban dictadura, observé que un individuo había añadido una estelada a su palmón, pensado para celebrar la entrada de Jesús en Jerusalén a lomos de un pollino y no para otros menesteres activistas. Y aquel palmón politizado me pareció una buena metáfora de nuestro convulso presente y próximo futuro. Aquel palmón politizado, que pudo verse en incienso y azahar, ha vuelto a demostrars­e que esa fe que los teólogos llaman “popular” es más sincera que sus elucubraci­ones intelectua­les. Aquel jesuita, experto en los Borja y aficionado a la caza menor, que fue Miquel Batllori, no soportaba las procesione­s de Semana Santa, sobre todo las andaluzas, pero estoy convencido que, desde que está en el cielo, las debe ver con otros ojos. Y digo cielo porque, pese al deseo de muchos de sus compañeros, no me lo imagino en el infierno. Quizá incluso celebró la imagen del actor Antonio Banderas que, en Málaga y en memoria de su madre, colocó un crespón negro en la campana del trono de María Santísima de Lágrimas y Favores.

Gracias por el palmón, amiga Sandra.

El jesuita no soportaba las procesione­s de Semana Santa

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