La Vanguardia

Como volver a casa

- JOANA BONET

Querida Meryl, nunca has parecido de este mundo, aunque lo hayas conquistad­o por los cuatro costados gracias a ese don tuyo para interpreta­r el más obstinado de los sentimient­os. Ninguna otra actriz transmite así el matiz, la emoción antes de serlo, cuando apenas se la intuye. La experienci­a de la emoción. Tú la anticipas; basta con que muevas ligerament­e un músculo, con que levantes un milímetro la comisura de los labios o llenes tu mirada de palabras, sin nombrarlas. Pienso que habita en ti un tratado de psicología, un diván freudiano y una mecedora en un porche soleado. Tu don enamora, por mucho que te nombren la peor vestida de la alfombra roja y te sigan ofreciendo papeles de bruja o diabla.

Te hiciste actriz para enseñar a crecer a las mujeres. No empezaste joven, rubia animadora, reina del baile de fin de curso. Pasaste por la Escuela de Drama de la Universida­d de Yale antes de reverencia­r al público. Tu madre tenía temperamen­to artístico, tu padre “procedía de una familia de impregnada tristeza”. Meryl, progre y comprometi­da, madre de cuatro hijos; la sensatez y el pulso creativo, sin alharacas ni escándalos. En tus biografías se relata aquel desplante que te hizo Dino de Laurentiis durante el casting de King Kong: “Che bruta! ¡Es muy fea! ¿Por qué me traes esto?”, le dijo a su hijo. El papel fue para Jessica Lange. Allí empezó tu carrera.

Se te conocen dos amores. El prime- ro, John Cazale, murió en tus brazos. Te echaron del loft y te refugiaste en casa de un amigo, el escultor Don Gummer, con quien te casaste seis meses después. Hasta hoy. También eso te envidiamos, Meryl, la fantasía de un largo amor y un fuego de chimenea. Admiramos la maleabilid­ad de tu yo, los personajes que incluso desde el disparate o la ambición has hecho creíbles. La Hepburn y Bette Davis te nombraron su digna sucesora. Con tu récord imbatible de nominacion­es, 21, pero sobre todo con tu gracia y tu don, te has erigido en mentora de varias generacion­es que han bebido de tu compromiso. Que te escuchan desde la parálisis de su bótox cuando dices: “Que nadie me arrebate las arrugas de mi frente, conseguida­s a través del asombro ante la belleza de la vida; o las de mi boca, que demuestran cuánto he reído y cuánto he besado; y tampoco las bolsas de mis ojos: en ellas está el recuerdo de cuánto he llorado. Son mías y son bellas”. Marie Louise, Meryl de todas las mujeres, nos has demostrado sobradamen­te que la belleza se arroja desde dentro. De la cabeza.

Querido Van,

qué largo es este amor, el milagro que me ha nutrido desde chica. Me ocurre a menudo: al escucharte me siento mejor persona, creas una atmósfera donde lo humano brilla y el clima siempre es suave. Nunca fallas, George Ivan. Tus notas llegan a lugares inalcanzab­les, acordes en toboganes. Con tu latido negro, mamado desde la cuna, absorbido del viejo tocadiscos que sonaba en el taller de tu padre, me has levantado cuando el día se embutía en una caverna y, por azar, en la radio del coche, aparecías haciendo gruñir la armónica, tus cuerdas blandiendo hinojo, oxígeno, carretera, terciopelo, whisky y caballos. Escucharte es viajar sin billete, alcanzar un estado leve, confiado, a ratos melancólic­o, casi místico; también es un lugar seguro, sin ínfulas, sin palabrería ni espectácul­o.

Dicen que te cuesta hablar, gruñón y huidizo, que en las entrevista­s te haces el hombre rudo. Pero le has cantado a Dios y te has lavado con la filosofía. Has leído a Jung y sacas el subconscie­nte en tus

letras como buen aventurero existencia­l. También admites que la música para ti solo es un empleo, una manera de ganarse la vida. Aunque luego te desdigas: “Lo único que me encanta es la música. El resto es mierda. El tipo de mierda que la fama atrae es muy oscura. Es muy oscura. Me gusta la música, eso es todo”.

Van, qué inmenso eres. Raro y grande. Escueto. Habitando ese personaje que se toca con un sombrero Trilby y unas gafas setenteras. Nunca te excedes con la vista. Apenas levantas la cabeza de tu música, cierras los ojos, te trasformas en aquello que cantas: Crazy love, Caravan, Brown-eyed girl, Philosophe­r’s stone o

Saint Dominic’s preview. Detestas el show business, la mitología del rock, la codicia. Puntual, implacable, tirano para algunos, descrees de la industria, manejas tu propio sello como tu tienda de discos, y cantas, a veces viejo otras joven, con un rango que funde el quejío negro con sonidos de Belfast.

Los discos que compró tu padre, electricis­ta naval, cuando viajó a Detroit –Solomon Burke, Ray Charles, Muddy Waters– te lanzaron. “Sin esos tíos no estaría aquí”. Dices “tíos”, porque tu nunca has sido cursi, a pesar de componer baladas que han alargado el amor de muchas parejas después de bailar Someone like you. ¿Cómo no voy a adorarte si me has regalado septiembre con When the leaves come falling down, o me has traído la espuma del día con Dweller on the threshold? Van, invítame a tu próximo concierto, que me harás escribir como los ángeles, que lo nuestro es para siempre.

AUNQUE SU NARIZ LA dota de encanto particular, su mirada brillante, siempre sonriente, atrapa como un poderoso imán

APENAS ALZA LA CABEZA de su música, ayudado por sus gafas perennes, con las que canta desde que empezó a sacar tripa

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VALERIE MACON / AFP
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ROSER VILALLONGA
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