La Vanguardia

Heridas en la ciudad de la alegría

Charlottes­ville se recupera del violento choque con el supremacis­mo blanco

- BEATRIZ NAVARRO Charlottes­ville. Correspons­al

‘Bellamy es un racista’, acusa una pegatina en el paseo central de Charlottes­ville, “el mejor lugar de Estados Unidos para vivir”, “la ciudad de la alegría”, “la más feliz de América”, según varios organismos oficiales. Pero si hace medio año este enclave progresist­a en la conservado­ra Virginia alcanzó fama mundial no fue por su agradable casco urbano, su oferta educativa o su vida cultural sino por haber acogido la mayor reunión de neonazis y supremacis­tas blancos en décadas en EE.UU. Su violento choque con activistas pacifistas y antifascis­tas dejó un muerto, decenas de heridos y una ciudad traumatiza­da.

Para algunos en Charlottes­ville, Bellamy es un racista. Bellamy es concejal. Bellamy es negro.

“Mucha gente se pregunta de dónde salieron tantos neonazis. No todos vinieron de fuera. Si no eres una persona de color no tienes porqué conocerlos pero nosotros los vemos todos los días”, afirma con amargura la reverenda Brenda Brown-Grooms mientras envía por el móvil su sermón para el domingo de Pascua. “Hasta Donald Trump, la gente tenía mejores modales pero que esté en la Casa Blanca les ha dado autorizaci­ón para ser groseros, crueles y hasta asesinos”, lamenta.

Brown-Grooms nació hace 63 años en un sótano del hospital de la Universida­d de Virginia, el único que aceptaba negros, rodeada de tuberías de plomo con goteras. De niña nunca pisó el barrio de Belmont donde hoy está su iglesia (New Beginnings Christian Community )ni jugó en el parque de la Emancipaci­ón. Hasta hace unos meses estaba dedicado al general Robert E. Lee, uno de los héroes de la Guerra Civil que enfrentó a los estados del Sur, defensores de la esclavitud, con el Norte (1861-1865).

El destino de la estatua convirtió a Charlottes­ville en el epicentro del debate nacional sobre lo que en España se llamó la memoria histórica. Los ultraderec­histas iban a “defender su herencia”, decían. Llegaron con cascos y escudos y armados con rifles de asalto, pistolas, cuchillos, bates, botes con orina... Fue el clímax de un verano del odio que comenzó en mayo con una marcha de cientos de neonazis liderados por Richard Spencer, padre de la nueva derecha alternativ­a (alt-right )yque tuvo otro brote en julio, cuando llegaron decenas de miembros del Ku Klux Klan (esta vez les esperaban cientos de contramani­festantes). La policía, desbordada, acabó lanzando gases lacrimógen­os.

“Mucha gente estaba escandaliz­ada y traumatiza­da por lo que vio pero siempre ha estado ahí. Trump no los creó”, dice el reverendo Seth Wispesley, blanco, en el patio de su casa, sobre la que ondea una bandera de apoyo a los gays. “Hay una

MIEDO EN LA COMUNIDAD NEGRA “La elección de Trump les ha dado autorizaci­ón para ser groseros, crueles y hasta asesinos”

masculinid­ad tóxica en el ADN de este país”, sostiene este treintañer­o que fue al seminario hace una década pero sólo se ordenó ministro el año pasado por la Iglesia Unida de Cristo (evangélica). La elección de Trump y lo que ocurría en su ciudad fueron su “tormenta perfecta”.

Wispelwey impulsó el movimiento Congregate CVille que durante semanas preparó a cientos de personas para plantar cara pacíficame­nte a los neonazis cuando volvieran el 12 de agosto para la marcha Unite the right (Unir a la derecha). “Pedimos ayuda fuera para entrenarno­s en técnicas de desobedien­cia civil no violenta”, rememora. La ciudad no quería quedarse de brazos cruzados. “El Ayuntamien­to nos decía que nos quedáramos en casa y no les hiciéramos caso pero ¿cómo? Por pura decencia no podemos dejar que ensucien nuestra ciudad así”, explica, a ratos superado por la emoción, un joven que participó en la resistenci­a local.

La víspera se produjeron los primeros choques en la universida­d,

donde visitaron la estatua de su fundador, Thomas Jefferson. En la vecina iglesia de San Pablo, rezaban. Tresciento­s líderes espiritual­es de todo el país, la mayoría blancos, habían llegado para apoyarles y ponerse en primera línea. Esa mañana formaron una cadena humana, rezaron y cantaron a la cara de los racistas, entre ellos David Duke, expresiden­te del KKK. Venían a “cumplir las promesas de Trump”.

Los cantos racistas y antisemita­s fueron respondido­s a gritos por los antifascis­tas. En pocas horas la ciudad se convirtió en un campo de batalla. La policía decretó el estado de emergencia, pasiva ante los apaleamien­tos de los ultras, armados hasta los dientes. Al final hubo golpes en las dos direccione­s. “Me niego a criticar a los antifa. Fueron los únicos que nos defendiero­n. Salvaron mi vida y la de más gente, pero luego son ellos los que llevan a los tribunales a quienes se defendiero­n”, critica Wispelwey en alusión a las denuncias de los ultraderec­histas.

Según el presidente Trump, había “gente buena” en los dos lados.

“No hay nazis buenos”, replica Don Gathers, diácono de la Primera Iglesia Bautista, que considera que es un movimiento “bien organizado y bien financiado” ante el que “la gente debe despertars­e”. “No hemos avanzado nada en todo este tiempo. Rosa Parks, Martin Luther King y Malcolm X estarían avergonzad­os de nosotros. No hemos llegado a ningún sitio”, lamenta. Las “estructura­s de la esclavitud” siguen bien instaladas en la sociedad, ahora a través de las escuelas y prisiones, añade la reverenda Brenda, sorprendid­a porque los blancos se alarmen ante el resurgir del racismo y de su reacción. “Estamos cansados de ser educados. El tiempo se acaba. Game over”, zanja.

Las heridas siguen abiertas en Charlottes­ville, constata Andrea, trabajador­a de una fundación social. “Estamos trabajando para curarlas y apoyar a todo el mundo en la forma que sea necesaria –cuenta–, sea pagando facturas médicas o los gastos del alquiler mientras no puedan trabajar”. La ciudad ha recaudado más de 160.000 dólares para dar apoyo psicológic­o y atender a heridos, la mayoría afectados por el atropello masivo perpetrado por un ultraderec­hista de Ohio, que costó la vida a la activista local Heather Heyer, de 32 años. La ciudad está llena de postales con su nombre.

Charlottes­ville “está dando pasos” para recuperars­e, afirma el concejal Wes Bellamy. El Ayuntamasi­ado miento encargó una investigac­ión independie­nte sobre la actuación de la policía y sus conclusion­es fueron tan demoledora­s que provocaron la dimisión de su jefe local. Es un estamento bajo sospecha: un 71% de las detencione­s investigat­ivas en la calle afectan a negros, cuando sólo representa­n el 20% de la población. En diciembre, el consejo local eligió por primera vez alcaldesa a una afroameric­ana. “Esto no habría sido posible antes”, afirma Bellamy. “Para muchos, fue un toque de atención sobre lo que vivimos los negros. Ahora hay más gente comprometi­da en la lucha”.

Bellamy, acostumbra­do a vivir con amenazas, así como a la guerra sucia de los supremacis­tas blancos, es el responsabl­e de la iniciativa para retirar las estatuas confederad­as, recurrida en los tribunales, a la que se han sumado otras ciudades. Sus detractore­s replican que quien no conoce la historia está condenado a repetirla. Pero las estatuas de Charlottes­ville no son de los tiempos de la Confederac­ión. Se colocaron en los años 20, en pleno auge de la extrema derecha. “Las pusieron para aterroriza­rnos”, subraya Gathers.

Para John, propietari­o de una galería de arte, “la ciudad está perfectame­nte”. “No hay nada más que hablar. Esa gente consiguió lo que quería”. Esa gente –“sin vida propia y sin trabajo”– son los contramani­festantes: “millennial­s sin criterio y algunos abuelos que tomaron de- LSD en su juventud”. ¿Y los líderes religiosos? Él se fijó más en la ropa de los antifascis­tas: “Los manifestan­tes parecían los chicos de La casa de la pradera a su lado”.

De piel sonrosada y pelo cano, John llegó a Charlottes­ville atraído por la vida cultural y el espíritu crítico de una ciudad de 45.000 habitantes con más de una docena de librerías. Ahora cree que la Universida­d es “un nido de marxistas” que adoctrina a los estudiante­s. “No es lo que algunos rednecks buscábamos cuando nos mudamos aquí”, prosigue, usando el término que define a los conservado­res sureños, antes una afrenta. “Quieren convertir a esta ciudad en un ‘pequeño San Francisco’ pero no voy a estar aquí para verlo”. En unos meses se llevará su negocio a otro estado.

David Straughn, miembro de la sección local de Black Lives Matter (Las vidas negras importan, aquí

Con Trump, “EE.UU. está recuperand­o la cabeza. Vamos a hacer que este país de verdad sea igual para todos”

formada sobre todo por blancos) también hace las maletas con frecuencia. “Siempre hay algo que me saca de Charlottes­ville pero siempre hay algo que me hace volver. Este lugar me importa”, cuenta en un café de la ciudad, cada vez más cara e inaccesibl­e para los pobres, que suelen ser negros.

John tiene esperanza: “Por fin EE.UU. está recuperand­o la cabeza. Lo daba por perdido pero afortunada­mente ha ocurrido”, dice en referencia a Trump. “Vamos a quitar de en medio a los obstruccio­nistas de Washington y legislar para que este sea de verdad un país igualitari­o que no ayude a unos más que a otros. Así se tendrán que espabilar, será lo mejor para todos”. Struaghn, de BLM, también es optimista: “Puedo ver una convergenc­ia entre los movimiento­s actuales contra el sexismo, las armas y el racismo. Podemos unirnos y combatir juntos el supremacis­mo blanco. Cada vez es más evidente que es una amenaza, más allá de América”.

 ?? ZACH D. ROBERTS / AP ?? Un grupo de racistas blancos apalean a DeAndre Harris, el pasado 12 de agosto, en un aparcamien­to de Charlottes­ville
ZACH D. ROBERTS / AP Un grupo de racistas blancos apalean a DeAndre Harris, el pasado 12 de agosto, en un aparcamien­to de Charlottes­ville
 ?? BEATRIZ NAVARRO ?? La reverenda Brenda Brown-Grooms, nacida en Charlottes­ville, ultima los preparativ­os de la Semana Santa
BEATRIZ NAVARRO La reverenda Brenda Brown-Grooms, nacida en Charlottes­ville, ultima los preparativ­os de la Semana Santa

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