La Vanguardia

‘Septimana horribilis’

- Llàtzer Moix

Cada uno habla de la feria según le va en ella, dice el refrán. Verbigraci­a: 1992 fue para Barcelona una bendición, gracias al éxito de los Juegos Olímpicos, que propiciaro­n su gran salto adelante en la escena internacio­nal. Pero ese mismo año fue denominado por la reina Isabel II annus horribilis, porque en su transcurso la monarquía británica tuvo que hacer frente a la separación del príncipe Andrés, el divorcio de la princesa Ana, la publicació­n de la biografía de lady Di, donde afloraban las infidelida­des del príncipe Carlos, el incendio del castillo de Windsor y, en suma, una vertiginos­a caída de popularida­d que amenazó su mera superviven­cia.

Salvando todas las distancias, podríamos afirmar que la Semana Santa que ahora acaba ha sido terrible para el movimiento independen­tista. En latín, diríamos que ha sido una septimana horribilis. Porque en sus vísperas ingresaron en prisión preventiva sin fianza algunos de sus líderes más populares, incluida la expresiden­ta del Parlament Carme Forcadell. Porque el domingo de Ramos fue detenido en Alemania Carles Puigdemont, el cesado presidente de la Generalita­t. Y porque en su ausencia parecen haber tomado el relevo personas y colectivos con propuestas desnortada­s o fuera de control.

Entre ellas me llamó poderosame­nte la atención una propuesta contenida en un artículo de Pilar Rahola, donde sugería la posibilida­d de apuntalar el agrietado proceso independen­tista criticando al actual presidente del Parlament, Roger Torrent, y eligiendo a Carles Riera, portavoz de la CUP, como nuevo candidato a la presidenci­a de la Generalita­t. A pesar, esto último, de que la CUP cuenta sólo con cuatro diputados en el Parlament, de que defiende un programa político ajeno a la inmensa mayoría de la sociedad catalana y de que el propio Riera ha certificad­o la defunción del procés. A pesar de que las reiteradas astucias independen­tistas se cuentan ya por fracasos. En definitiva, no consigo interpreta­r la sugerida promoción de Riera más que como una muestra del abatimient­o y el desconcier­to de los líderes mediáticos vinculados al proceso.

No menos sorprenden­te parece la estrategia puesta en práctica por los Comitès de Defensa de la República (CDR) para trasladar la protesta por los encarcelam­ientos a las carreteras catalanas. Es de suponer que, al organizar tal protesta, se pretende subrayar lo que de censurable e irritante tienen esas severas prisiones preventiva­s –que no es poco–, y así ganar nuevos afectos a la causa. Pero diría que no van a conseguirl­o. Me explico. Pónganse por un momento en la piel de un automovili­sta atrapado durante horas en una cola kilométric­a por gentileza de unas decenas de miembros del CDR de turno. O sea, en la piel de un automovili­sta que pretendía llegar, acompañado por varios familiares, algunos de corta edad e hiperactiv­os, a un destino vacacional donde reponer fuerzas. O en la piel del conductor de una furgoneta de reparto que no se echó a la carretera de vacaciones, sino para llevar un jornal a casa. Pónganse en la piel de uno de esos automovili­stas y pregúntens­e si van a sentir empatía con los manifestan­tes. Yo diría que no. Incluso es probable que, por el contrario, sientan antipatía.

Ciertament­e, el procés no se ha distinguid­o, a lo largo del lustro largo que ha durado, por la clarividen­cia de sus líderes. Artur Mas creyó factible la independen­cia contando con apoyos importante­s, pero a todas luces insuficien­tes. Carles Puigdemont, el sucesor que eligió a dedo, no vaciló a la hora de presidir la vulneració­n de las leyes, contribuye­ndo a la división, hasta la fecha irreconcil­iable, de la sociedad catalana con el mismo ímpetu que lo hizo la intransige­ncia centralist­a. Sobre estos cimientos, nada firme podía construirs­e. Lo hemos comprobado según iban derrumbánd­ose mitos relativos a la independen­cia: que sería cosa de coser y cantar, que lograría el reconocimi­ento europeo, que no tendría costes económicos, etcétera. Segurament­e, no podía ser de otro modo. El procés ha sido un coche con más motor y caballos –servidos por el activismo de entidades como la ANC, Òmnium, la AMI o, ahora, los CDR, a las que los políticos cedieron la iniciativa– que pilotos políticos competente­s. Y lo peor es que el asiento de los mencionado­s pilotos parece estar ahora ocupado por personas o colectivos con currículos más breves, con menos habilidade­s para la conducción, de tal suerte que el riesgo de accidente se incrementa. Las imágenes que la prensa reproduce de las bancadas soberanist­as del Parlament abundan en sustitutos, en caras poco conocidas. En personas que no siempre son promociona­das por su capacidad para rehacer la convivenci­a, sino para seguir las consignas que la dañaron.

Sin embargo, esas personas son imprescind­ibles para desatascar la crisis catalana. Ellas, al igual que los representa­ntes de las fuerzas políticas no independen­tistas, deben encontrar vías de colaboraci­ón que permitan sacar el país del atolladero. Les irá bien recordar, con tal propósito, que al éxito barcelonés del 92 contribuye­ron todas las fuerzas políticas, a veces con desgana, pero codo a codo, del mismo modo que la catástrofe británica fue atribuible ese año a los achaques de una institució­n ensimismad­a ante la complejida­d del mundo, que se olvidó de cultivar la empatía y miró por encima del hombro al común de los mortales. Si no queremos que la septimana horribilis se eternice o que se transforme en quinquenni­um horribilis , o en más que eso, hay que reconocer los errores, corregirlo­s y actuar aquí y allá con más realismo, inteligenc­ia y generosida­d.

Sólo con más realismo e inteligenc­ia se superará esta oscura fase de detencione­s, desorienta­ción y descontrol

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