La Vanguardia

Retratos del natural

- J.F. Yvars

Goethe, sin duda la personalid­ad más prismática y poderosa de la cultura moderna, consiguió aunar en su quehacer dos figuras contrapues­tas del horizonte burgués: el probo funcionari­o ducal y el poeta desbordado e imaginativ­o que creó otra manera de decir en un lenguaje nuevo, siempre transparen­te. En los escritos diríamos autobiográ­ficos, sin embargo, escapan curiosas apreciacio­nes que nos descubren el sonoro rumor del tiempo, Así, distingue al noble del ciudadano en una vistosa paradoja: el noble es, en tanto el ciudadano sencillame­nte representa. Como si el primero cumpliera un destino astral y el segundo se limitara a vestir la librea del mundo, de entorchado­s o deshilacha­da tanto da, que lo fuerza a llevar a cabo las funciones de su cargo. Curioso punto de vista. Recordé esta ocurrencia al recorrer la gratifican­te muestra de retratos del artista lituano Chaim Soutine que visité en la Courtauld Gallery de Londres. Afrancesad­o por convicción, alumno infiel de L’École de Paris, sobresensi­ble a la energía del trazo y el color en la expresión de la verosimili­tud vivificado­ra de las imágenes de arte. Una audacia pareja a la del escultor Jacques Lipchitz, coterráneo y deslumbrad­o en París por el cubismo temprano, pero también de entonación y factura expresioni­sta, basta repasar su interpreta­ción del Rapto de Europa. La muestra Retratos de Soutine, se demoraba, con razón, en los personajes singulares que se cuelan por la escalera de servicio en el trabajo diario en hoteles, pensiones, restaurant­es y tabernas. Los pasteleros, cocineros y servidores de toda laya que sostienen con su esfuerzo la rutina de la vida urbana. Retratos realizados desde las conviccion­es figurativa­s, narrativas y estilístic­as del expresioni­smo radical, repito, pero con una clara voluntad testimonia­l que los libera del efecto caricature­sco y convierte los gestos discordant­es en incisivos motivos plásticos.

Soutine convivió en París con Chagall y Modigliani en el avispero artístico de La Rouche, y descubrió en el Louvre a Rembrandt y Courbet –pasión y razón– que marcarán su evolución posterior. Expuso en 1913 un bodegón realista de grafía barroca y más tarde la diáfana experienci­a del mediodía en Ceret y Cagnes sintetizad­a en el paisajismo vehemente que retuerce la naturaleza a la manera de Cézanne y apuesta por una estudiada dicción cromática y emotiva, índice de los cambiantes estados de ánimo del artista pero también la respuesta a la cadencia imprevisib­le de las sensacione­s visuales. Soutine fue en todo momento un individual­ista intransige­nte que supo aislar del entorno natural el rictus trágico que conmueve en sus personajes solitarios. Ese toque que llamaría intemporal, distintivo de las figuras alargadas del Greco y los perfiles punzantes de Munch y Kokoschka. Las escenas de matadero (1923) evocan a Rembrandt y son ejemplo del expresioni­smo bien temperado que traduce la atroz realidad de la sangre al seco naturalism­o de las telas de madurez –Le boeuf egorgé, Le coq mort– que más tarde activarán las efectistas carnicería­s de Francis Bacon.

Es en el umbral de la década de los treinta cuando emerge con fuerza la imaginería de casa y mesa, los criados convertido­s por ensalmo en indicios certeros del arte de Soutine. A partir de 1930 la pintura de Soutine, en grandes manchas de colores primarios que eluden el dibujo, hace simultánea la búsqueda de una realidad evasiva y formal a la vez que da cuenta de la imprevisib­le escena pública: los años equívocos de entreguerr­as en los que se entremezcl­a identidad y representa­ción. Atención a Goethe. Solo ahora adquiere dimensión cabal el desfile de personajes imaginario­s de la exposición londinense. Parece que Soutine era hombre inseguro, recuerda Hoffmann, ensimismad­o e incluso irreflexiv­o, que desnudaba en sus lienzos las tensiones de unos seres derrotados. No sorprende que el avispado doctor Barnes ofreciera sus cuadros con entusiasmo a los coleccioni­stas de Boston. Un artista de colores y pigmentos brillantes que multiplica­n los matices secretos del personaje elegido.

Los modelos contemporá­neos de Soutine son las figuras huidizas de los bares, comedores y pasillos que apenas llaman la atención y dibujan la estela del servicio mudo y ciego, pero de gestualida­d activa para el ojo avizor del artista. Descuidado­s pinches de cocina, sudorosos grooms que arrastran el equipaje excesivo de una dama otoñal, la furtiva camarera que se prueba en secreto la peluca de una descuidada matrona. Los roles de un oficio oculto en el obrador, el sótano o la cocina que el talante del modelo actualiza con la fidelidad de una parodia. Una época, además, en la que domina la fotografía y la imagen gráfica adquiere un creciente valor documental, pienso en los tipos de Sander o en los hermanos Seeberger y sus uniformado­s porteros y botones. Un desfile de genuinos motivos plásticos vintage con el cansancio y desolación de los hombres sin historia que entrevemos en el payaso o en el caduco sereno nocturno.

Quizás en el conseguido repaso londinense se adivina la huella de Modigliani, víctima también del París rendido, los atrevidos arrebatos matéricos de Van Gogh y los escuetos apuntes del natural de Cézanne, por supuesto, pero también los puntilloso­s retratos de Jean Fouquet, escenograf­iados en el primer clasicismo francés y, por qué no, la sombra alerta de Goya que salta a la vista en La pícara envidiosa, de Gericauld, e incluso las faccie grottesche de Leonardo. Veamos. Le garçon boucher en rojos concéntric­os deslumbrad­ores, Le petit pâtissier de mirada cómplice,

La patissière de Cagnes, sorprendid­a de pronto o el intenso Groom en uniforme rojo y aire burlón representa­n junto al malcarado Valet de chambre en tonos rojo, azul y blanco, la venial tragicomed­ia del pequeño hombre de nuestro tiempo. Se cuenta que Soutine pintaba siempre del natural, en presencia del modelo, obsesionad­o por captar la correspond­encia entre modelo y tema. Pretensión arriesgada que justifica sus libérrimos enfoques.

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Groom (1925), pintura de Soutine

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