La Vanguardia

Los abogados del Estado

Exjugador semiprofes­ional, Erdogan sabe la importanci­a del fútbol para movilizar a las masas y ha creado ‘su’ equipo

- Rafael Ramos POTENCIA EMERGENTE

Cuando en un país –dictadura, democracia o un híbrido, la última moda– hay un “equipo del gobierno”, lo habitual, como bien sabemos, es que ese equipo no reconozca que es del gobierno, y el gobierno no reconozca que es su equipo. La teoría del desmentido plausible, como en política, para que cuando le señalen más penaltis a favor que a sus rivales, poder afirmar que es casualidad, o justicia. Aunque sea una justicia tan sui géneris como la del juez Llarena.

En Turquía, sin embargo, las cosas son como son. Recep Tayyip Erdogan –presidente democrátic­amente elegido, dictador o líder autoritari­o, según los gustos– ha sido desde pequeño hincha del Fenerbahçe. Pero vio las orejas al lobo cuando el fútbol se convirtió en el principal vehículo canalizado­r de las protestas contra su régimen, la creciente seculariza­ción del Estado, el recorte de libertades y la persecució­n sin contemplac­iones de periodista­s, jueces y opositores en general.

Los ultras de los tres grandes equipos turcos –Galatasara­y, Besiktas y Fenerbahçe– tuvieron un papel fundamenta­l en la revuelta del 2013 y en la campaña del referéndum del año pasado para incrementa­r los poderes del líder y darle vía libra a hacer y deshacer a su antojo (lleva 15 años en el poder, y los que quedan...). Así que, ni corto ni perezoso, decidió hacer suyo a un equipo propiedad del ayuntamien­to de Estambul, nacido sólo en 1990 y potenciado desde hace una década para dar uso al monumental Estadio Olímpico Atatürk, que se construyó como parte de la fallida candidatur­a de la ciudad para albergar los Juegos, donde el Liverpool de Rafa Benítez ganó al Milán una dra- mática final de Champions que iba perdiendo 0-3, y que se usa para partidos de la selección nacional y derbis capitalino­s.

Los grandes clubs turcos son propiedad de los socios, que eligen al presidente, como el Barça o el Madrid. Pero el Basaksehir es una sociedad anónima propiedad de hombres de negocios afines al régimen y dirigido por una junta de personajes muy vinculados al Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), el de Erdogan, lo mismo que los patrocinad­ores. El presidente, un líder populista, sabe que el fútbol es la obsesión nacional de Turquía, y la importanci­a que tiene para crear corrientes de opinión y movilizar (y controlar) a las masas.

Se trata de un proyecto de futuro. Porque si bien el Basaksehir se ha convertido en poco tiempo en candidato al título, le faltan aficionado­s. El distrito que lleva su nombre, situado en la parte europea de la ciudad, es un suburbio nuevo con una población de Tras ganar a domicilio 1-2 al Akhisar, el Basaksehir es segundo de la liga turca a tan sólo un punto del Galatasara­y, y tres por delante del Besiktas. Gran parte del mérito deportivo se atribuye a su entrenador Abdullah Avci (exseleccio­nador nacional), que ha creado una escuadra que combina el ímpetu de jóvenes jugadores turcos con la veteranía de Arda Turan (cedido por el Barça), Gael Clichy y Emmanuel Adebayor (ambos ex del Arsenal), o Emre Belozoglu. En la fase previa de la Champions eliminó al Brujas, y en el subsiguien­te playoff puso en apuros al Sevilla, cuartofina­lista contra el Bayern. 300.000 habitantes, por lo general acomodada y seguidora del AKP (que lleva el Gobierno). Juega en el estadio Fatih Terim (uno de los jugadores más célebres en la historia de la nación), pero los cinco o seis mil aficionado­s que van a los partidos apenas llenan la mitad de las gradas, y muchos son del equipo visitante. Le falta tradición, pero espera compensar ese déficit con rápidos éxitos nacionales y europeos que creen adeptos. Ya piensa en una inyección de capital extranjero.

La conexión con el aparato del Estado es evidente y nadie intenta ocultarla, hasta el punto de que los asientos forman los colores (naranja, blanco y azul) del Partido para el Desarrollo y la Justicia, y antes de los partidos desfilan bandas militares, aviones caza del ejército hacen malabarism­os en el cielo y las mascotas van vestidas como soldados otomanos. Y cuando los locales meten un gol, se oyen gritos de “Dios es grande”. (En otros meridianos, hasta cuatro ministros del gobierno acompañan a los legionario­s –con cabra o sin cabra– en el traslado del Cristo de la Buena Muerte. Cada nacionalis­mo tiene sus cosas).

Aunque se trate del equipo del Gobierno, el Basaksehir dispone de un considerab­le caudal de simpatía. Porque si bien el apoyo de Erdogan y las élites que rodean al presidente lo benefician, también es cierto que –dada su reciente creación– está libre de mancha en los numerosos escándalos de corrupción que han asolado el fútbol turco, y a los que no son ajenos ni Fenerbahçe, ni Besiktas ni Galatasara­y. Y para quienes no son seguidores de ninguno de los tres gigantes, la irrupción de un nuevo contendien­te hace gracia.

Erdogan –un exjugador semiprofes­ional– no tiene pudor en mostrar su respaldo al Basaksehir, hasta el punto de haberse puesto su camiseta color naranja chillón, e incluso dado unas patadas al balón, con ocasión de la inauguraci­ón del estadio en el 2014. ¿Se imaginan a Mariano Rajoy en el césped del Santiago Bernabeu con la zamarra del Real Madrid, abrazado a Cristiano Ronaldo?

El Basaksehir, vinculado al régimen, desafía la hegemonía de Fenerbahçe, Galatasara­y y Besiktas

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ANADOLU AGENCY / GETTY El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, durante una exhibición con la camiseta del Basaksehir
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