Jubilación sin júbilo
Clara Sanchis Mira escribe: “Mi nuevo director, después de ponerse a mi disposición dándome una importancia que huele a gato encerrado, arremete contra mi plan de pensiones. Se ríe de él. Le da lástima. Tu plan de pensiones, dice, es muy pero que muy conservador. No sé lo que quiere decir con eso exactamente, pero carezco de lazos afectivos con mi plan de pensiones que me lleven a ofenderme por él”.
La celebración pascual me ha llevado a saludar la primavera en el verdor toscano: en el lienzo de Botticelli y fresco de Benozzo Gozzoli y, cómo no, en los incomparables bosques de cipreses en torno a Florencia y Siena. ¿Por qué la gran civilización, la de Atenas y Florencia, ha surgido en ciudades medianas y con régimen democrático o republicano? En ambos mandaban oligarquías de familias, unas en el ágora, otras encuadradas en las cofradías artesanas. Por eso sigo estudiando a estas dos ciudades y procuro recordar sus irremplazables logros.
Hace quinientos años un apuesto humanista italiano, sabio como Hermes, hermoso como Apolo y con la benevolencia de los grandes hombres, quiso sintetizar el cristianismo con el paganismo hermético y el judaísmo cabalista. Pico della Mirandola no consiguió probar sus 900 tesis, ni siquiera exponerlas delante de la curia papal, pero escribió, para la ocasión, un discurso sobre la dignidad del hombre que ha perdurado hasta convertirse –como la oración funeral de Pericles– en manifiesto de su época.
“No te hemos dado –dice Dios– semblante ni capacidades propiamente tuyas, de modo que cualquier lugar, forma o don que decidas adoptar, después de deliberarlo, lo puedes tener y guardar por tu propio juicio y decisión. Todas las demás criaturas tienen ya su naturaleza definida y limitada por leyes establecidas; sólo tú, desligado de tales limitaciones, puedes, por tu libre albedrío, establecer las características de tu propia naturaleza. Te he situado en el centro del mundo para que, desde esa posición, puedas indagar en torno tuyo con mayor facilidad todo lo que contiene. Te hemos hecho una criatura que no es del cielo ni de la tierra, ni mortal ni inmortal, para que puedas, libre y orgullosamente, moldearte en la forma que te plazca. En tu mano está embrutecerte, descendiendo a formas inferiores de vida, o ensalzarte por tu propia decisión a los niveles superiores de la divinidad. ¿Quién no admirará este maravilloso camaleón?, pues el hombre es la criatura a quien Esculapio el ateniense veía simbolizado en los misterios en la figura de Proteo a causa de su mutabilidad, su naturaleza susceptible de autotransformación. Somos criaturas nacidas con el don de llegar a ser lo que dijimos ser, y que una especie de elevada ambición invada nuestro espíritu, de modo que, despreciando la mediocridad, ardamos en deseos de cosas superiores y, puesto que podemos alcanzarlas, dirijamos toda nuestra energía a tenerlas”.
Son palabras sublimes que uno no está acostumbrado a leer últimamente. “Para que puedas, libre y orgullosamente, moldearte a ti mismo en la forma que te plazca. En tu mano está embrutecerte o ensalzarte”, es una proposición que se cumplía en su época, en las ciudades libres del Renacimiento italiano, donde imagen y persona mantenían una correspondencia biunívoca cuya coherencia era contrastable con relativa inmediatez. La fama, que solía asimilarse a buena reputación, era uno de los objetivos del caballero, por encima del poder y por delante de la riqueza, tal como se atisba en El cortesano , de Castiglione, archivo de cortesía de la época.
La imagen pública se construía entonces de un modo muy distinto al actual: primaba la comunicación oral; la opinión pública se difundía boca a boca, en los mentideros urbanos, en las plazas públicas; sólo los más poderosos compraban –de un modo u otro, como lo hizo Augusto con Horacio– el elogio del poeta, que extendía su fama en letra impresa; pero lo normal era que los panegíricos no trascendiesen del lugar y momento en que se recitaban. En ese momento, la imagen y la persona coincidían. Todo esto cambió en el siglo XVIII con la aparición de revistas; en el XIX, con los periódicos diarios. El The Spectator de Addison o el The Rambler de S. Johnson llegaban a la elite de Inglaterra; el The Times se difundió hasta la clase media. Con esos medios la imagen se distanció del personaje un grado más que en el Renacimiento, pues el panegírico o sátira podían llegar a muchas más personas que, por su alejamiento, no podían comprobar la veracidad.
Con la radio la creación de imagen saltó la barrera de la letra escrita y consiguió penetrar en todos los hogares, proceso reforzado a mediados del siglo XX por la televisión y, en España, también por las revistas del corazón, que no se leen, sino que se miran. El grado de distanciación de la foto y la imagen televisiva es mayor al conseguido por el texto.
El antiguo adagio “no basta ser bueno, hay que parecerlo” se puede reformular hoy por “no hace falta ser bueno, basta parecerlo”, porque la cortina de medios de comunicación emborrona el contraste entre persona e imagen. Las personas públicas son desconocidas e inaccesibles para la mayoría, que sólo tiene contacto lejano y vicario con ellos a través de los medios de comunicación, lo cual permite un desenfoque en dos sentidos: que el interesado dé una imagen falsa de sí mismo, y que la den los medios. Por fortuna, esto no sucede tan a menudo como podríamos temer, porque los medios luchan por conseguir y representar una información veraz y porque las personas escuchan en su interior las palabras de Pico sobre la dignidad del hombre: “Que puedas, libre y orgullosamente, moldearte a ti mismo en la forma que te plazca: embrutecerte o ensalzarte”. Muchos, todavía, desean ensalzarse y no permiten a su persona realizar actos que no desean ver publicados en su imagen. Algunos sucumben a la estratagema de construir cuidadosamente una imagen que va por derroteros distintos de su verdadera personalidad.
El antiguo adagio “no basta ser bueno, hay que parecerlo” se reformula hoy en “no hace falta ser bueno, basta parecerlo”