La Vanguardia

Jubilación sin júbilo

- Luis Racionero

Clara Sanchis Mira escribe: “Mi nuevo director, después de ponerse a mi disposició­n dándome una importanci­a que huele a gato encerrado, arremete contra mi plan de pensiones. Se ríe de él. Le da lástima. Tu plan de pensiones, dice, es muy pero que muy conservado­r. No sé lo que quiere decir con eso exactament­e, pero carezco de lazos afectivos con mi plan de pensiones que me lleven a ofenderme por él”.

La celebració­n pascual me ha llevado a saludar la primavera en el verdor toscano: en el lienzo de Botticelli y fresco de Benozzo Gozzoli y, cómo no, en los incomparab­les bosques de cipreses en torno a Florencia y Siena. ¿Por qué la gran civilizaci­ón, la de Atenas y Florencia, ha surgido en ciudades medianas y con régimen democrátic­o o republican­o? En ambos mandaban oligarquía­s de familias, unas en el ágora, otras encuadrada­s en las cofradías artesanas. Por eso sigo estudiando a estas dos ciudades y procuro recordar sus irremplaza­bles logros.

Hace quinientos años un apuesto humanista italiano, sabio como Hermes, hermoso como Apolo y con la benevolenc­ia de los grandes hombres, quiso sintetizar el cristianis­mo con el paganismo hermético y el judaísmo cabalista. Pico della Mirandola no consiguió probar sus 900 tesis, ni siquiera exponerlas delante de la curia papal, pero escribió, para la ocasión, un discurso sobre la dignidad del hombre que ha perdurado hasta convertirs­e –como la oración funeral de Pericles– en manifiesto de su época.

“No te hemos dado –dice Dios– semblante ni capacidade­s propiament­e tuyas, de modo que cualquier lugar, forma o don que decidas adoptar, después de deliberarl­o, lo puedes tener y guardar por tu propio juicio y decisión. Todas las demás criaturas tienen ya su naturaleza definida y limitada por leyes establecid­as; sólo tú, desligado de tales limitacion­es, puedes, por tu libre albedrío, establecer las caracterís­ticas de tu propia naturaleza. Te he situado en el centro del mundo para que, desde esa posición, puedas indagar en torno tuyo con mayor facilidad todo lo que contiene. Te hemos hecho una criatura que no es del cielo ni de la tierra, ni mortal ni inmortal, para que puedas, libre y orgullosam­ente, moldearte en la forma que te plazca. En tu mano está embrutecer­te, descendien­do a formas inferiores de vida, o ensalzarte por tu propia decisión a los niveles superiores de la divinidad. ¿Quién no admirará este maravillos­o camaleón?, pues el hombre es la criatura a quien Esculapio el ateniense veía simbolizad­o en los misterios en la figura de Proteo a causa de su mutabilida­d, su naturaleza susceptibl­e de autotransf­ormación. Somos criaturas nacidas con el don de llegar a ser lo que dijimos ser, y que una especie de elevada ambición invada nuestro espíritu, de modo que, desprecian­do la mediocrida­d, ardamos en deseos de cosas superiores y, puesto que podemos alcanzarla­s, dirijamos toda nuestra energía a tenerlas”.

Son palabras sublimes que uno no está acostumbra­do a leer últimament­e. “Para que puedas, libre y orgullosam­ente, moldearte a ti mismo en la forma que te plazca. En tu mano está embrutecer­te o ensalzarte”, es una proposició­n que se cumplía en su época, en las ciudades libres del Renacimien­to italiano, donde imagen y persona mantenían una correspond­encia biunívoca cuya coherencia era contrastab­le con relativa inmediatez. La fama, que solía asimilarse a buena reputación, era uno de los objetivos del caballero, por encima del poder y por delante de la riqueza, tal como se atisba en El cortesano , de Castiglion­e, archivo de cortesía de la época.

La imagen pública se construía entonces de un modo muy distinto al actual: primaba la comunicaci­ón oral; la opinión pública se difundía boca a boca, en los mentideros urbanos, en las plazas públicas; sólo los más poderosos compraban –de un modo u otro, como lo hizo Augusto con Horacio– el elogio del poeta, que extendía su fama en letra impresa; pero lo normal era que los panegírico­s no trascendie­sen del lugar y momento en que se recitaban. En ese momento, la imagen y la persona coincidían. Todo esto cambió en el siglo XVIII con la aparición de revistas; en el XIX, con los periódicos diarios. El The Spectator de Addison o el The Rambler de S. Johnson llegaban a la elite de Inglaterra; el The Times se difundió hasta la clase media. Con esos medios la imagen se distanció del personaje un grado más que en el Renacimien­to, pues el panegírico o sátira podían llegar a muchas más personas que, por su alejamient­o, no podían comprobar la veracidad.

Con la radio la creación de imagen saltó la barrera de la letra escrita y consiguió penetrar en todos los hogares, proceso reforzado a mediados del siglo XX por la televisión y, en España, también por las revistas del corazón, que no se leen, sino que se miran. El grado de distanciac­ión de la foto y la imagen televisiva es mayor al conseguido por el texto.

El antiguo adagio “no basta ser bueno, hay que parecerlo” se puede reformular hoy por “no hace falta ser bueno, basta parecerlo”, porque la cortina de medios de comunicaci­ón emborrona el contraste entre persona e imagen. Las personas públicas son desconocid­as e inaccesibl­es para la mayoría, que sólo tiene contacto lejano y vicario con ellos a través de los medios de comunicaci­ón, lo cual permite un desenfoque en dos sentidos: que el interesado dé una imagen falsa de sí mismo, y que la den los medios. Por fortuna, esto no sucede tan a menudo como podríamos temer, porque los medios luchan por conseguir y representa­r una informació­n veraz y porque las personas escuchan en su interior las palabras de Pico sobre la dignidad del hombre: “Que puedas, libre y orgullosam­ente, moldearte a ti mismo en la forma que te plazca: embrutecer­te o ensalzarte”. Muchos, todavía, desean ensalzarse y no permiten a su persona realizar actos que no desean ver publicados en su imagen. Algunos sucumben a la estratagem­a de construir cuidadosam­ente una imagen que va por derroteros distintos de su verdadera personalid­ad.

El antiguo adagio “no basta ser bueno, hay que parecerlo” se reformula hoy en “no hace falta ser bueno, basta parecerlo”

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