Pirómanos y bomberos
Cuando Gandhi afirmó que el mundo estaba harto del odio no podía prever que, gracias a los avances tecnológicos reconvertidos en instrumentos políticos, el odio acabaría siendo una industria. Cuantificarlo es absurdo porque, al igual que el amor, el odio aprovecha el impacto emocional para imponerse como una realidad tangible desde el punto de vista de los sentimientos y las vísceras pero imposible de medir con criterios racionales. En una cena reciente, un amigo preguntó, antes de sentarnos a la mesa, qué preferíamos, si comentar sólo buenas noticias y mejores deseos o sumergirnos en el placer de las maledicencias, los insultos y las falsedades recreativas. Entre destripamientos y despellejamientos, la cena acabó con eufóricos brindis y promesas de volver a vernos cuanto antes, mejor.
Si en el ámbito privado el odio puede ser un elemento de cohesión festiva, en las esferas públicas se convierte en un monstruo con tentáculos difíciles de controlar. En política hemos llegado al extremo de saber perfectamente a quién y qué odia determinado político pero de ignorar cuáles son, en concreto, sus objetivos. En el universo de los medios de comunicación (sobre todo en la radio, la tele y la prensa digital, que funcionan con estímulos de rentabilidad inmediata), la industria del odio ha sofisticado géneros que, bajo la apariencia de un editorialismo vagamente informativo, excitan a la adrenalina de la discordia. Los prescriptores que escogen y seleccionan lo que más interesa de la actualidad saben que las expresiones de intransigencia y de odio tienen un potencial viral imbatible. Lo saben ellos y lo saben los algoritmos, un concepto diabólico que haría fruncir el ceño a nuestros antepasados. Las revistas de prensa (entendidas como la selección de artículos, cortes de voz radiofónicos, vídeos televisivos o de internet) son uno de los motores de la opinión publicada, tanto de la informativa como de la del entretenimiento. Cuanto más insultante, intransigente, grotesca y maniquea es una afirmación, más activa la curiosidad carroñera.
En nuestro gremio, hay mecanismos que casi se han convertido en subgéneros. Por ejemplo: los extractos de las columnas de Alfonso Ussía. ¿Son representativos? Quizás sí. Pero en cambio visiones de la realidad más reflexivas, críticas y constructivas como las de David Trueba no merecen la misma atención. ¿Por qué? Conjeturo que porque la rabia que hace Ussía y el rédito que se le puede extraer (como caricatura de una España chusquera, machista y catalanofóbica, que justifica victimismos y propagandas) es más fácil de amplificar que la deliberada visión panorámica de las argumentaciones de Trueba. Y, en cambio, desde un punto de sustancia literaria o periodística, no hay color. Malas noticias para Gandhi, pues: en materia de odio siguen estando más prestigiados los pirómanos que los bomberos.
Al igual que el amor, el odio aprovecha el impacto emocional para imponerse como una realidad tangible