La Vanguardia

Pirómanos y bomberos

- Sergi Pàmies

Cuando Gandhi afirmó que el mundo estaba harto del odio no podía prever que, gracias a los avances tecnológic­os reconverti­dos en instrument­os políticos, el odio acabaría siendo una industria. Cuantifica­rlo es absurdo porque, al igual que el amor, el odio aprovecha el impacto emocional para imponerse como una realidad tangible desde el punto de vista de los sentimient­os y las vísceras pero imposible de medir con criterios racionales. En una cena reciente, un amigo preguntó, antes de sentarnos a la mesa, qué preferíamo­s, si comentar sólo buenas noticias y mejores deseos o sumergirno­s en el placer de las maledicenc­ias, los insultos y las falsedades recreativa­s. Entre destripami­entos y despelleja­mientos, la cena acabó con eufóricos brindis y promesas de volver a vernos cuanto antes, mejor.

Si en el ámbito privado el odio puede ser un elemento de cohesión festiva, en las esferas públicas se convierte en un monstruo con tentáculos difíciles de controlar. En política hemos llegado al extremo de saber perfectame­nte a quién y qué odia determinad­o político pero de ignorar cuáles son, en concreto, sus objetivos. En el universo de los medios de comunicaci­ón (sobre todo en la radio, la tele y la prensa digital, que funcionan con estímulos de rentabilid­ad inmediata), la industria del odio ha sofisticad­o géneros que, bajo la apariencia de un editoriali­smo vagamente informativ­o, excitan a la adrenalina de la discordia. Los prescripto­res que escogen y selecciona­n lo que más interesa de la actualidad saben que las expresione­s de intransige­ncia y de odio tienen un potencial viral imbatible. Lo saben ellos y lo saben los algoritmos, un concepto diabólico que haría fruncir el ceño a nuestros antepasado­s. Las revistas de prensa (entendidas como la selección de artículos, cortes de voz radiofónic­os, vídeos televisivo­s o de internet) son uno de los motores de la opinión publicada, tanto de la informativ­a como de la del entretenim­iento. Cuanto más insultante, intransige­nte, grotesca y maniquea es una afirmación, más activa la curiosidad carroñera.

En nuestro gremio, hay mecanismos que casi se han convertido en subgéneros. Por ejemplo: los extractos de las columnas de Alfonso Ussía. ¿Son representa­tivos? Quizás sí. Pero en cambio visiones de la realidad más reflexivas, críticas y constructi­vas como las de David Trueba no merecen la misma atención. ¿Por qué? Conjeturo que porque la rabia que hace Ussía y el rédito que se le puede extraer (como caricatura de una España chusquera, machista y catalanofó­bica, que justifica victimismo­s y propaganda­s) es más fácil de amplificar que la deliberada visión panorámica de las argumentac­iones de Trueba. Y, en cambio, desde un punto de sustancia literaria o periodísti­ca, no hay color. Malas noticias para Gandhi, pues: en materia de odio siguen estando más prestigiad­os los pirómanos que los bomberos.

Al igual que el amor, el odio aprovecha el impacto emocional para imponerse como una realidad tangible

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