Redimiendo a la bestia
Campeones
Dirección: Javier Fesser Intérpretes: Javier Gutiérrez, Juan Margallo, Itziar Castro, Daniel Freire
Producción: España, 2018. 124 m. Comedia Javier Gutiérrez está asumiendo últimamente, con valentía, el alto riesgo de encarnar papeles protagonistas antipáticos; de hecho, doblemente antipáticos en tanto que no son villanos de película sino criaturas comunes, gente que no gestiona adecuadamente su función en la sociedad moderna ni entre quienes le rodean y, por lo tanto, gente reconocible, como el merluzo fotógrafo de bodas de la serie Vergüenza o el siniestro escritor de El autor. En parecido registro se sitúa Marco, el entrenador de baloncesto expulsado de la profesión por su carácter que interpreta en Campeones ,un individuo que, se diría que educado durante largas jornadas intensivas en la cantina más casposa, todavía llama mongólicos, cuando no directamente subnormales, a los afectados del síndrome de Down y, claro está, maricones a los homosexuales.
Sus malas conductas le llevarán muy merecidamente a los juzgados y, de allí, como condena, a realizar trabajos sociales obligatorios, concretamente a formar como equipo de baloncesto a un grupo de jóvenes discapacitados. Esta premisa circulará por el muy previsible carril de la película de: a) superación y/o integración: los entrenados reforzarán su autoestima, conseguirán participar en campeonatos, etcétera, y b) redención: el entrenador, ni lo duden un instante, aprenderá por el camino una lección de humanidad transformadora. No es esta trama, desde luego, la que uno pudiera esperar de Javier Fesser, que hasta ahora nos había sacudido con su comicidad marciana (El milagro de P. Tinto) o hiperbólica (La gran aventura de Mortadelo y Filemón) o su sentido del desafío en Camino. Su talento para los apuntes humorísticos se despliega en la caracterización de alguno de los personajes y en media docena de excelentes gags que se ríen abiertamente con (y no de) los discapacitados y que hacen de Campeones un divertimento pasablemente digno. Sin embargo, el exceso de ternura va en su contra, como si el espectador necesitara un jarabe adicional para implicarse emocionalmente en lo que ve.