PAZ Y SEGREGACIÓN EN EL ULSTER
Irland a de Nort cel bra el vi s mo an ersa ode acuerdos del Viernes o entre la alegría por la consolidación de la paz y la tristeza por no haber superado la división entre católicos y protestantes.
En Belfast, aquel año, hizo toda la semana un tiempo de perros, con un frío invernal y rachas de lluvia que a veces se convertían en granizo y daban a la ciudad un aire todavía más surrealista de lo habitual. Pero el peso de la historia hacía que los periodistas de todo el mundo, que esperaban helados la fumata blanca en el castillo de Hillsborough, casi se olvidaran. En el interior del recinto negociaban sin apenas dormir el primer ministro británico, Tony Blair; el taoiseach irlandés, Bertie Ahern; el senador norteamericano George Mitchell; la ministra británica para Asuntos del Ulster, Mo Mowlam; el líder del UUP, David Trimble; John Hume y Seamus Mallon por parte del SDLP (Partido Social Demócrata y Laborista), y el republicano Gerry Adams. Fuera, en los jardines, tocaba una banda de música, colegiales repartían globos amarillos, blancos y verdes, y el tiempo pasaba lento y gélido entre tazas de té caliente. El Viernes Santo de 1998 cayó en el 10 de abril.
Veinte años después, el Ulster es irreconocible, y al mismo tiempo es igual. Los acuerdos de paz han sido un éxito, porque acabaron (salvo episodios aislados) con la violencia. Pero también un fracaso, porque persiste la división. Un éxito, porque han traído una cierta prosperidad económica. Un fracaso, porque católicos y protestantes todavía viven segregados, y con frecuencia separados por muros como el de Berlín. Un éxito, porque al puerto de Belfast llegan los cruceros como al de Barcelona, y grupos de turistas tejanos, coreanos o neozelandeses visitan los astilleros donde se construyó el Titanic. Un fracaso, porque la polarización, el tribalismo y la fractura son tan grandes como siempre, y los partidos moderados prácticamente han desaparecido de la escena. Un éxito, porque unionistas y republicanos gobiernan juntos en una coalición a la fuerza, dictada por ley. Un fracaso, porque el autogobierno lleva más de un año suspendido en vista de que no se ponen de acuerdo.
Pero con sus luces y sombras, durante dos décadas los acuerdos han sido considerados como algo incuestionablemente bueno, un triunfo diplomático y uno de los mayores logros de Tony Blair y Bill Clinton. Veinte años después, el declive del Estado-nación se ha acelerado con la globalización, cada vez cede más terreno a las grandes corporaciones, recauda menos impuestos, tiene menos control sobre las finanzas y se ve abocado a desarticular el sistema de bienestar. Y en ese contexto, son objeto de revisionismo por parte de la derecha británica, dispuesta a sacrificarlos si es necesario en el altar de ese nacionalismo que ha llevado a romper con la Unión Europea (el Ulster votó 56% a 44% a favor de quedarse). Políticos tories y columnistas del Daily Mail yel Daily Telegraph los tildan de “obsoletos”, “caducos” e “insostenibles”, porque los ven como un obstáculo en el camino del Brexit. Michael Gove, uno de los hombres fuertes del Gobierno, los considera “una capitulación ante el IRA”.
De hecho son el más importante tratado internacional suscrito por Gran Bretaña en el último medio siglo, registrado ante la ONU y parte efectiva de la Constitución no escrita del país. Y sí, un obstáculo para el Brexit. La frontera irlandesa está resultando el problema más insoluble en las negociaciones entre Londres y Bruselas. Porque si el Reino Unido abandona el mercado único y la unión aduanera, es difícil que se pueda evitar el establecimiento de los puestos de control. Y si estos vuelven, serían vistos de nuevo por los republicanos más radicales como símbolo de la ocupación británica, y potenciales blancos de ataques terroristas. El senador norteamericano Mitchell, que jugó un papel decisivo mediando hace dos décadas, así lo ha advertido. En el Ulster la simbología es muy importante.
La primera ministra Theresa May, para mover las negociaciones , ha accedido a que en última instancia, a falta de otra solución, habría un “alineamiento regulatorio” que los partidarios del Brexit duro consideran anatema, porque si es así el Reino Unido tendría que aceptar las normativas europeas y entonces, ¿para qué haberse ido? La alternativa es que el Ulster siga en la unión aduanera, pero los unionistas norirlandeses del DUP dicen que sería un paso hacia la reunificación de la isla, y se oponen con todas sus fuerzas. Y como dan la mayoría al Gobierno tory en Westminster, sus opiniones tienen mucho peso.
Hace veinte años, en Belfast, los taxis eran católicos o protestantes, y tenías que tomar uno u otro en función del barrio al que fueras. Los pubs también estaban segregados, y si eras un desconocido te examinaban de arriba abajo antes de servirte una pinta de cerveza. Hoy los ubers te llevan a cualquier sitio, y en los bares se puede hablar por lo general de política sin que se monte una pelea de saloon del Oeste americano. Hay boutique hotels, restaurantes con estrella Michelin, locales nocturnos cool y festivales de todo tipo. La gentrificación ha llegado a los mejores barrios, donde ricos, ex-
tranjeros e intelectuales conviven tan tranquilos. La única condición es pagar el precio descomunal de los alquileres y la compra de viviendas. Pero el resto de Belfast sigue siendo una ciudad dividida, no sólo por las 99 murallas de la paz (brutales estructuras de metal y de cemento que no permiten tan siquiera ver el otro lado), sino sobre todo por las actitudes y las mentes.
En los barrios de clase trabajadora, que son la inmensa mayoría, abundan los fantasmas del pasado y los ecos de los troubles, una guerra civil de treinta años que se cobró más de 3.000 muertos.
En la Ormeau Road, en Andersontown, en Tiger’s Bay, New Lodge, la Falls Road, en el Donegall Pass, Ardoyne, la iglesia de San Malaquías, la Shankill Road o delante del pub La rosa y la corona (donde una bomba mató a seis personas en 1974), murales, pintadas y placas revelan lo que no hace tanto tiempo pasó allí, el peso de la historia. En las zonas protestantes, las pintadas son los escudos de los grupos paramilitares lealistas. En las católicas, de Bobby Sands (que murió en una huelga de hambre) o los mártires del Levantamiento de Pascua de 1916 en Dublín, que destrozaron la expresión “constitucional” del nacionalismo irlandés (que se conformaba con la autonomía y daba por buena la monarquía) al tomar por las armas la Oficina Central de Correos y desatar una brutal represión que llevó al paredón a todos los líderes revolucionarios y dejó una secuela de medio centenar de muertos. La aventura militar, ridiculizada como la rebelión de un grupo de amateurs que jugaban a soldados, fue aplastada por el Estado. Pero aquel fracaso glorioso sembró las semillas de la independencia y la guerra civil.
Un 95% de los estudiantes van a un colegio protestante o católico, y llegan a los dieciocho años sin saber absolutamente nada sobre el punto de vista de la otra comunidad. En todo el Ulster sólo hay 45 colegios integrados, con 13.000 estudiantes, un 4% del total de la población escolar. Un 98 % de las viviendas de protección oficial están segregadas. “Los irlandeses sentimos una gran afinidad con Catalunya, y nos solidarizamos plenamente con las aspiraciones de independencia –dice Martin Keatley, un profesor de universidad–. Pero los catalanes se equivocan cuando alaban la actitud del Reino Unido en relación a Escocia, por ejemplo. Para represión, la que Londres aplicó en la República cuando era parte del Imperio, y con los católicos del Ulster después de la partición. Todo era para los protestantes. Para los católicos no había ni siquiera trabajo”.
Ese resentimiento sigue muy vivo (36 de los 40 distritos más pobres de Belfast son republicanos), pero también la convicción de que una mezcla de política y factores demográficos (los católicos tienen muchos más hijos) acabará haciendo inevitable la reunificación de Irlanda. Los unionistas, sin embargo, se sienten los perdedores de los acuerdos del Viernes Santo, traicionados por Londres, y han desarrollado una mentalidad victimista de estado de sitio, de refuseniks, consistente en oponerse a todo. Para gobernar el Ulster hace falta un consenso, pero ellos son totalmente intransigentes, y las instituciones autonómicas se encuentran suspendidas por su negativa en redondo a aceptar que el irlandés se enseñe en las escuelas. Les revuelve las tripas que la Union Jack no ondee siempre en los edificios oficiales, tan sólo en fechas señaladas. Pero el principal problema de la comunidad protestante es que se ha fracturado por consideraciones de clase y dinero, como consecuencia del declive o desaparición de las navieras y la industria manufacturera que era su principal fuente de empleo. El DUP, partido mayoritario, representa precisamente a quienes se han quedado descolgados. La guerra real ha sido reemplazada por una guerra cultural. Como la que hay en Estados Unidos de Trump o en la Inglaterra del Brexit.
En veinte años han cambiado las caras de los políticos. Han muerto el reverendo Ian Paisley y Martin McGuinness, Gerry Adams se ha retirado del primer plano y David Trimble está en la Cámara de los Lores. Pero las mentalidades, no tanto, en todo caso una cocción a fuego muy lento. Nadie quiere dar marcha atrás, pero tampoco su brazo a torcer. El Ulster vive en paz, pero tan dividido como siempre.