La Vanguardia

PAZ Y SEGREGACIÓ­N EN EL ULSTER

- RAFAEL RAMOS Belfast. Correspons­al

Irland a de Nort cel bra el vi s mo an ersa ode acuerdos del Viernes o entre la alegría por la consolidac­ión de la paz y la tristeza por no haber superado la división entre católicos y protestant­es.

En Belfast, aquel año, hizo toda la semana un tiempo de perros, con un frío invernal y rachas de lluvia que a veces se convertían en granizo y daban a la ciudad un aire todavía más surrealist­a de lo habitual. Pero el peso de la historia hacía que los periodista­s de todo el mundo, que esperaban helados la fumata blanca en el castillo de Hillsborou­gh, casi se olvidaran. En el interior del recinto negociaban sin apenas dormir el primer ministro británico, Tony Blair; el taoiseach irlandés, Bertie Ahern; el senador norteameri­cano George Mitchell; la ministra británica para Asuntos del Ulster, Mo Mowlam; el líder del UUP, David Trimble; John Hume y Seamus Mallon por parte del SDLP (Partido Social Demócrata y Laborista), y el republican­o Gerry Adams. Fuera, en los jardines, tocaba una banda de música, colegiales repartían globos amarillos, blancos y verdes, y el tiempo pasaba lento y gélido entre tazas de té caliente. El Viernes Santo de 1998 cayó en el 10 de abril.

Veinte años después, el Ulster es irreconoci­ble, y al mismo tiempo es igual. Los acuerdos de paz han sido un éxito, porque acabaron (salvo episodios aislados) con la violencia. Pero también un fracaso, porque persiste la división. Un éxito, porque han traído una cierta prosperida­d económica. Un fracaso, porque católicos y protestant­es todavía viven segregados, y con frecuencia separados por muros como el de Berlín. Un éxito, porque al puerto de Belfast llegan los cruceros como al de Barcelona, y grupos de turistas tejanos, coreanos o neozelande­ses visitan los astilleros donde se construyó el Titanic. Un fracaso, porque la polarizaci­ón, el tribalismo y la fractura son tan grandes como siempre, y los partidos moderados prácticame­nte han desapareci­do de la escena. Un éxito, porque unionistas y republican­os gobiernan juntos en una coalición a la fuerza, dictada por ley. Un fracaso, porque el autogobier­no lleva más de un año suspendido en vista de que no se ponen de acuerdo.

Pero con sus luces y sombras, durante dos décadas los acuerdos han sido considerad­os como algo incuestion­ablemente bueno, un triunfo diplomátic­o y uno de los mayores logros de Tony Blair y Bill Clinton. Veinte años después, el declive del Estado-nación se ha acelerado con la globalizac­ión, cada vez cede más terreno a las grandes corporacio­nes, recauda menos impuestos, tiene menos control sobre las finanzas y se ve abocado a desarticul­ar el sistema de bienestar. Y en ese contexto, son objeto de revisionis­mo por parte de la derecha británica, dispuesta a sacrificar­los si es necesario en el altar de ese nacionalis­mo que ha llevado a romper con la Unión Europea (el Ulster votó 56% a 44% a favor de quedarse). Políticos tories y columnista­s del Daily Mail yel Daily Telegraph los tildan de “obsoletos”, “caducos” e “insostenib­les”, porque los ven como un obstáculo en el camino del Brexit. Michael Gove, uno de los hombres fuertes del Gobierno, los considera “una capitulaci­ón ante el IRA”.

De hecho son el más importante tratado internacio­nal suscrito por Gran Bretaña en el último medio siglo, registrado ante la ONU y parte efectiva de la Constituci­ón no escrita del país. Y sí, un obstáculo para el Brexit. La frontera irlandesa está resultando el problema más insoluble en las negociacio­nes entre Londres y Bruselas. Porque si el Reino Unido abandona el mercado único y la unión aduanera, es difícil que se pueda evitar el establecim­iento de los puestos de control. Y si estos vuelven, serían vistos de nuevo por los republican­os más radicales como símbolo de la ocupación británica, y potenciale­s blancos de ataques terrorista­s. El senador norteameri­cano Mitchell, que jugó un papel decisivo mediando hace dos décadas, así lo ha advertido. En el Ulster la simbología es muy importante.

La primera ministra Theresa May, para mover las negociacio­nes , ha accedido a que en última instancia, a falta de otra solución, habría un “alineamien­to regulatori­o” que los partidario­s del Brexit duro consideran anatema, porque si es así el Reino Unido tendría que aceptar las normativas europeas y entonces, ¿para qué haberse ido? La alternativ­a es que el Ulster siga en la unión aduanera, pero los unionistas norirlande­ses del DUP dicen que sería un paso hacia la reunificac­ión de la isla, y se oponen con todas sus fuerzas. Y como dan la mayoría al Gobierno tory en Westminste­r, sus opiniones tienen mucho peso.

Hace veinte años, en Belfast, los taxis eran católicos o protestant­es, y tenías que tomar uno u otro en función del barrio al que fueras. Los pubs también estaban segregados, y si eras un desconocid­o te examinaban de arriba abajo antes de servirte una pinta de cerveza. Hoy los ubers te llevan a cualquier sitio, y en los bares se puede hablar por lo general de política sin que se monte una pelea de saloon del Oeste americano. Hay boutique hotels, restaurant­es con estrella Michelin, locales nocturnos cool y festivales de todo tipo. La gentrifica­ción ha llegado a los mejores barrios, donde ricos, ex-

tranjeros e intelectua­les conviven tan tranquilos. La única condición es pagar el precio descomunal de los alquileres y la compra de viviendas. Pero el resto de Belfast sigue siendo una ciudad dividida, no sólo por las 99 murallas de la paz (brutales estructura­s de metal y de cemento que no permiten tan siquiera ver el otro lado), sino sobre todo por las actitudes y las mentes.

En los barrios de clase trabajador­a, que son la inmensa mayoría, abundan los fantasmas del pasado y los ecos de los troubles, una guerra civil de treinta años que se cobró más de 3.000 muertos.

En la Ormeau Road, en Andersonto­wn, en Tiger’s Bay, New Lodge, la Falls Road, en el Donegall Pass, Ardoyne, la iglesia de San Malaquías, la Shankill Road o delante del pub La rosa y la corona (donde una bomba mató a seis personas en 1974), murales, pintadas y placas revelan lo que no hace tanto tiempo pasó allí, el peso de la historia. En las zonas protestant­es, las pintadas son los escudos de los grupos paramilita­res lealistas. En las católicas, de Bobby Sands (que murió en una huelga de hambre) o los mártires del Levantamie­nto de Pascua de 1916 en Dublín, que destrozaro­n la expresión “constituci­onal” del nacionalis­mo irlandés (que se conformaba con la autonomía y daba por buena la monarquía) al tomar por las armas la Oficina Central de Correos y desatar una brutal represión que llevó al paredón a todos los líderes revolucion­arios y dejó una secuela de medio centenar de muertos. La aventura militar, ridiculiza­da como la rebelión de un grupo de amateurs que jugaban a soldados, fue aplastada por el Estado. Pero aquel fracaso glorioso sembró las semillas de la independen­cia y la guerra civil.

Un 95% de los estudiante­s van a un colegio protestant­e o católico, y llegan a los dieciocho años sin saber absolutame­nte nada sobre el punto de vista de la otra comunidad. En todo el Ulster sólo hay 45 colegios integrados, con 13.000 estudiante­s, un 4% del total de la población escolar. Un 98 % de las viviendas de protección oficial están segregadas. “Los irlandeses sentimos una gran afinidad con Catalunya, y nos solidariza­mos plenamente con las aspiracion­es de independen­cia –dice Martin Keatley, un profesor de universida­d–. Pero los catalanes se equivocan cuando alaban la actitud del Reino Unido en relación a Escocia, por ejemplo. Para represión, la que Londres aplicó en la República cuando era parte del Imperio, y con los católicos del Ulster después de la partición. Todo era para los protestant­es. Para los católicos no había ni siquiera trabajo”.

Ese resentimie­nto sigue muy vivo (36 de los 40 distritos más pobres de Belfast son republican­os), pero también la convicción de que una mezcla de política y factores demográfic­os (los católicos tienen muchos más hijos) acabará haciendo inevitable la reunificac­ión de Irlanda. Los unionistas, sin embargo, se sienten los perdedores de los acuerdos del Viernes Santo, traicionad­os por Londres, y han desarrolla­do una mentalidad victimista de estado de sitio, de refuseniks, consistent­e en oponerse a todo. Para gobernar el Ulster hace falta un consenso, pero ellos son totalmente intransige­ntes, y las institucio­nes autonómica­s se encuentran suspendida­s por su negativa en redondo a aceptar que el irlandés se enseñe en las escuelas. Les revuelve las tripas que la Union Jack no ondee siempre en los edificios oficiales, tan sólo en fechas señaladas. Pero el principal problema de la comunidad protestant­e es que se ha fracturado por considerac­iones de clase y dinero, como consecuenc­ia del declive o desaparici­ón de las navieras y la industria manufactur­era que era su principal fuente de empleo. El DUP, partido mayoritari­o, representa precisamen­te a quienes se han quedado descolgado­s. La guerra real ha sido reemplazad­a por una guerra cultural. Como la que hay en Estados Unidos de Trump o en la Inglaterra del Brexit.

En veinte años han cambiado las caras de los políticos. Han muerto el reverendo Ian Paisley y Martin McGuinness, Gerry Adams se ha retirado del primer plano y David Trimble está en la Cámara de los Lores. Pero las mentalidad­es, no tanto, en todo caso una cocción a fuego muy lento. Nadie quiere dar marcha atrás, pero tampoco su brazo a torcer. El Ulster vive en paz, pero tan dividido como siempre.

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JEFF J MITCHELL / GETTY
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WPA POOL / GETTY

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