La Vanguardia

Espejo vasco

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Como supongo que su hotel debía estar cerca de la Delegación del Gobierno, el socialista Jesús Eguiguren pudo echar un vistazo a la manifestac­ión. Domingo 25 de marzo. La indignació­n por la detención del president Puigdemont estaba generando un nuevo episodio de tensa tristeza, de rabia desolada. Para variar la periodista Elise Gazengel, en primera línea, iba colgando vídeos de la manifa en su cuenta de Twitter. Hubo más disturbios de los habituales. Algún contenedor en llamas y furgonas de los Mossos asediando a los manifestan­tes para dispersarl­os. El maître del Palermo, que está junto a la Delegación, sólo servía a unos turistas despistado­s y a una familia medio balear y medio catalana. Nadie más. Con pocos minutos Eguiguren se hizo una composició­n de lugar de la situación y concluyó que, si ese era el nivel de violencia, aquí apenas ocurría nada comparable a lo que había vivido. Volvió al hotel. Supongo.

El día después charlaba en el Palau Macaya. Ese lunes Eguiguren –uno de los padres de la paz en el País Vasco– vino a decir que para el problema catalán no hay una solución a corto plazo ni definitiva. Se debe buscar, antes que nada, un arreglo. Un arreglo interno, de entrada, para evitar primero que se cronifique la tensión que el día antes había visto en las calles. Un arreglo que empieza por reiniciar un diálogo entre representa­ntes de los posicionam­ientos más alejados. Y él sabe muy bien de lo que habla. Durante cinco años estuvo reuniéndos­e en secreto con Arnaldo Otegui para pensar salidas al conflicto terrorista. No hablaban tanto de política, nos dijo, como de dar con un método. Y esa fue una de las raíces que aceleraron el fin de la principal tragedia que ha sufrido la democracia española: la violencia etarra.

Sobre las consecuenc­ias políticas de esa violencia reflexiona un breve ensayo luminoso: Entre tiros e historia, del historiado­r José María Portillo. Cuando escribe sobre ella, además de haberla estudiado, este académico comprometi­do también sabe de lo que habla. En el campus de la Universida­d de Vitoria sufrió dos atentados, incluida la explosión de una bomba el año 1999 en los bajos de su coche. No es sólo eso. Si en plenas conversaci­ones ETA asesinó intenciona­damente a un amigo de Eguiguren, en el 2000 el dolor martilleó a Portillo cuando los terrorista­s mataron a su amigo y periodista José Luis López de Lacalle. No frivolicem­os más al definir como violenta la tensión social que se ha vivido en Catalunya como consecuenc­ia del fallo sistémico que desde septiembre viene sufriendo la democracia en España. No proyectemo­s sobre nuestra realidad, pues, ese triste espejo vasco si no queremos deformarla para socavarla.

El libro del profesor Portillo, centrado en el periodo de fundación del Estado de 1978, cuenta cómo y en qué condicione­s se diseñó la arquitectu­ra institucio­nal vasca. Un periodo durante el cual ETA mató a mansalva. Un periodo iniciado sin que la hegemonía del PNV fuese rotunda en el País Vasco pero que sí lo era ya cuando concluyó, permitiend­o en el momento clave que el partido nacionalis­ta y sólo él gobernase con el gobierno Suárez de tú a tú. A lo largo de todo ese proceso, se afirma y es una afirmación brutal por cierta, “el PNV insistió mucho en los debates constituci­onales en vincular estrechame­nte la suerte de su propuesta con la de la violencia terrorista”. Pero no fueron solo dirigentes como Arzalluz y Garaikoetx­ea. “El convencimi­ento generaliza­do entre las distintas fuerzas políticas era que el cese de la violencia iba determinan­temente unido a la sustanciac­ión de un proceso estatuyent­e lo más apegado posible a las exigencias nacionalis­tas”. Era una idea dominante y su naturaliza­ción creó un clima que coadyuvó para que en el Estatuto de Gernika sí fuese posible inscribir lo que en la Constituci­ón se había bloqueado: “un encaje en el Estado” que, gracias al bypass de los derechos históricos, institucio­nalizaba “una suerte de independen­cia constituci­onal” desde la que se construirí­a el autogobier­no vasco y posibilita­ría la implementa­ción del concierto económico.

La diferencia con el Estatut catalán sería, en este sentido, profunda, con todo lo que implica. Una historia comparada entre esos la elaboració­n de ambos textos, empezando por la inteligenc­ia de los políticos vascos para registrar su propuesta en las Cortes antes que los catalanes, desvelaría algunas ambigüedad­es de la transición cuyas consecuenc­ias llegan hasta hoy. En el Estatuto de Gernika no había una sola referencia explícita a España ni al pueblo español como sujeto de soberanía sino al Estado y al pueblo vasco. Ya desde el preámbulo del Estatut catalán, por el contrario, se reforzaba la premisa constituci­onal que “la auténtica unidad de los pueblos de España” surgía de la libre solidarida­d que las regiones y las nacionalid­ades establecía­n entre ellas. Y ha sido precisamen­te la ruptura de esa idea de solidarida­d fundaciona­l, concebida como un pacto de lealtad a una idea plural de España, la que ha roto un espejo donde hoy una mayoría de los catalanes no tienen forma de poderse contemplar.

No frivolicem­os más al definir como violenta la tensión social que se ha vivido en Catalunya

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JOMA

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