Emergencias culturales
Ciudades con mucho menos potencial que Barcelona han sido capaces de asomarse al mapa del turismo cultural con contadas pero muy afortunadas iniciativas. La competencia es feroz y no viene necesariamente de Berlín, París o Londres
En los últimos tiempos no es infrecuente escuchar a alguien decir, con cierto sarcasmo, que para ver buenas exposiciones hay que viajar no ya a Madrid, sino a Bilbao o Málaga, antes que quedarse en Barcelona.
La irrupción de la ciudad vasca y de la andaluza en el mapa museístico ha sido fulgurante. El primer caso, muy analizado ya, basa su éxito en aprovechar el efecto Guggenheim para ampliar la oferta artística de una ciudad que hace unos años distaba mucho de ser un destino cultural. Bilbao ya es mucho más que Frank Gehry. El Museo de Bellas Artes está en plena expansión de la mano de Miguel Zugaza, exdirector del Prado, quien desarrolla una apuesta ambiciosa que incluye incorporar nuevos espacios. Y en un contexto de ciudades globales que no entienden de fronteras cabría incluir en la oferta de la capital vizcaína el nuevo Centro Botín de Santander, a poco más de una hora de coche de distancia.
El efecto de la inversión cultural en la transformación de Málaga es más reciente que el de Bilbao y aún debe consolidarse. Pero, ya de entrada, se ha conseguido que la capital deje de ser conocida como esa ciudad con buena gastronomía pero con escaso atractivo en cuyo aeropuerto se aterrizaba camino de las playas de la Costa del Sol. Según datos del Ayuntamiento, en el 2017 fue la ciudad de España que más creció como destino urbano. Sus hoteles acogieron a 1,3 millones de turistas, un 9% más que en el 2016. Y un dato llamativo: el turismo catalán fue el que más creció en la ciudad durante el pasado ejercicio: un 19,6%, por delante del madrileño (5,6%).
La causa de tal despegue es evidente. Málaga, por ejemplo, ha pasado de ser la ciudad donde se visitaba la casa natal de Picasso a acoger un museo de referencia sobre el artista. Al nuevo Museo Picasso, que se nutre de 233 obras donadas por
Christine Ruiz-Picasso y su hijo Bernard, se han sumado hace poco dos franquicias de primer nivel: la del Museo Ruso de San Petersburgo y otra del Centro Pompidou de París. Un Museo Carmen Thyssen y el Centro de Arte Contemporáneo completan un circuito que requiere de tres días para ser recorrido con calma.
El único que no es céntrico es el Museo Ruso, ubicado en la antigua Tabacalera. Estos días ofrece una inquietante exposición sobre el arte del realismo socialista titulada Radiante porvenir. Cuenta cómo los artistas tuvieron que ponerse el mono de mecánico del arte para sobrevivir en la época de Stalin, a cambio, por supuesto, de entregar sus almas al Diablo. Entre cuadros como el de Yaroslav Nikoláiev que muestra al sanguinario dictador con el glamour de una estrella de Hollywood o exhibiciones épicas del poderío atlético soviético destacan algunas perlas, como ese Deyneka que dibujó las ciudades desangeladas de EE.UU. con la misma mirada crítica de Hopper. Del Museo Ruso destaca su sobriedad; se trata de un contenedor al servicio del arte donde la cafetería y la tienda son meros complementos, en contraste con el proyecto del Hermitage barcelonés, en el que, según ha trascendido, tendrían un papel principal.
En el Pompidou malagueño, al mismo tiempo, se ofrece una muestra sobre Brancusi y otra exposición titulada Utopias modernas (se anuncia como colección semipermanente hasta el 2020) que incluye obras de Miró, Chagall, Picasso o Kandinsky. Igual que las del Museo Ruso, las salas del Pompidou estaban sin embargo medio vacías durante la Semana Santa. Tal vez fuera por la competencia de las procesiones, pero es posible que el sistema museístico local tenga pendiente aún generar nuevos públicos, algo siempre complejo cuando se trata de instituciones franquiciadas. El Museo Picasso (con una exposición algo cogida por los pelos sobre Picasso y Fellini) y el Carmen Thyssen (con una muestra muy agradecida sobre el Mediterráneo) estaban llenos a rebosar.
La afirmación de que para ver buen arte hay que viajar a Málaga, a Bilbao o a Lyon porque la oferta barcelonesa deja mucho que desear tiene sentido en tanto que provocación para crear debate, pero no supera un análisis serio, por mucho que a veces se echen en falta en Barcelona más exposiciones que conecten con el gran público. Hablamos de exposiciones rigurosas pero que sean capaces de atraer a grandes audiencias y, de paso, llevar más visitantes a otras muestras más arriesgadas y coherentes con el papel que debe desempeñar un museo de nuestro tiempo.
La lección malagueña no se refiere tanto a los contenidos como al potencial que tiene la cultura para atraer turismo de calidad. Y ya se sabe que la ciudad que no es capaz de ordenar e imponer su propia oferta acaba sucumbiendo a los intereses (indeseables) de la demanda. Es la cultura, y no otra cosa, lo que ha propiciado que Málaga deje de ser un destino exclusivo de tapas y playa, que Miami se desprenda del epíteto Miami Vice o que Bilbao se libre de la humillación de ser conocida como esa ciudad que está cerca de San Sebastián.
Es obvio que una capital global como Barcelona no tiene necesidad de reinventarse a través de la cultura: recibe turismo cultural desde que en la edad media se convirtiera en una referencia política y comercial del Mediterráneo. Pero un momento de indefinición como el actual, en ausencia de una estrategia definida para afrontar la masiva e incesante llegada de turistas, apostar por el poder transformador de la cultura con inversiones de choque en los equipamientos y con imaginativas campañas de promoción puede servir para evitar que en el futuro se sigan haciendo comparaciones poco afortunadas.
Málaga es el último ejemplo del poder transformador del arte: ya es el destino urbano que más crece
Barcelona no tiene que reinventarse, pero desde hace tiempo desprecia el efecto revitalizador de la cultura